Tranquilos: no me voy a poner a hablar, menos a estas alturas del año, de política monetaria, un tema esotérico en el que ahora parece que todos somos grandes expertos, incluso algunos economistas. Solo que recordé una idea de Ortega y Gasset que está en La rebelión de las masas, su libro clásico que en 2030 cumplirá un siglo, en la que el maestro dice que las palabras son como monedas de cobre que de tanto rodar van perdiendo su valor.
Yo siempre creí (y lo sigo creyendo, pero casi como una superstición) que esa idea estaba más bien en algún ensayo de don Miguel de Unamuno que leí hace muchos años, y así lo dije una vez aquí en otra columna sobre un tema parecido o igual, ya ni sé, pero un amable lector, Freddy Padilla, me envió entonces la cita exacta de Ortega, tan brillante como todas las suyas: "Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad…".
La idea de Ortega, y de Unamuno, estoy seguro de ello, es que las palabras son como monedas herrumbrosas que se van devaluando por el uso y sobre todo por el abuso; pasan de mano en mano, de boca en boca, y creo que así lo dije también en esa columna de hace unos años, y van perdiendo su precio y su valor, su brillo, su sentido. Se van vaciando de contenido y de alma, su significado se va borrando y cualquiera las manipula ya sin ningún cuidado.
No pasa con todas las palabras, claro que no, porque además hay muchas que desparecen para siempre, acaban agazapadas e inertes en el diccionario, ese libro que tantas veces parece (es) un mausoleo, un cementerio del idioma y todos los fantasmas que lo pueblan y le dan vida, valga la paradoja: palabras y más palabras, miles de ellas, latentes y al acecho, a la espera siempre de que una mano generosa avive de nuevo su fuego y su fulgor.
Si todo es fascismo y nazismo, al final nada lo es. Lo peor es que por esa devaluación del lenguaje, decía Victor Klemperer, sí empezaron el fascismo y el nazismo.
Pero hay palabras que en cambio sí están sometidas al uso constante y cotidiano, también al abuso y la distorsión, la invocación obsesiva y desatentada (me fascina ese adjetivo que quiere decir "que habla u obra fuera de la razón") por parte de quienes ni siquiera conocen bien sus alcances y su historia, su verdadero significado, como si diera igual decir lo que sea porque al final ya nadie entiende nada, y quizás eso sea lo que se busca.
Pasa, por ejemplo, con muchos conceptos políticos que se van volviendo omnipresentes y arrojadizos, comodines que se usan para toda ocasión y a propósito de cualquier tema y cualquier discusión, incluso los más banales, hasta el punto de que su verdadero contorno y su calibre, su peso específico, se diluyen en un manoseo festivo y chapucero, una irresponsabilidad que es tanto más grave y peligrosa cuanto menos lo parece.
Piénsese, por ejemplo, en el fascismo, un fenómeno histórico, moral e ideológico que tiene unas implicaciones tan concretas y unas raíces tan claras y tan profundas. Pero como concepto el fascismo se ha pervertido por completo, hasta perder todo su aterrador sentido, por la forma gratuita y vana en que se usa y se distribuye en los debates y calenturas de la actualidad política, cada vez más decadente y baja justo a causa de la degradación de quienes la alimentan.
No se trata de pedir o esperar un refinamiento excesivo o un gran nivel conceptual a toda hora; no, tampoco, porque ni eso es posible ni es siempre deseable. Pero un mínimo cuidado sí sirve mucho, el elemental respeto no estaría de más. Siempre cito aquí la frase del profesor de geografía de un amigo cuando él, por sentirse muy original, hacía todos sus mapas en relieve, entonces le dijo su profesor: "Si todo está en relieve, nada está en relieve".
Si todo es fascismo y nazismo, al final nada lo es. Lo peor es que por esa devaluación del lenguaje, decía Victor Klemperer, sí empezaron el fascismo y el nazismo.