Escribo esta columna contra reloj. Tengo exactamente 52 minutos para redactarla. Acabo de sentarme en Naan, el mejor restaurante indio de Colombia, que se encuentra en Medellín. No sé cómo voy a hacer para escribir y comer al tiempo, pero los compromisos son los compromisos.
Debo decir que desde el viernes pasado tenía redactado mi texto del lunes, una columna acerca de la Ley de Servicios Digitales de la Unión Europea, que entra en vigor esta semana, pero a última hora, cuando estaba en el carro regresándome del suroeste de Antioquia, cambié de opinión. ¿Por qué la decisión de último momento? Por una pareja de campesinos de la vereda de Vallecitos, en el municipio de Jericó, Édison y Gloria.
Ensimismado como ando de forma permanente con la tecnología, pegado a un celular analizando tendencias, subiendo contenido a redes y leyendo cuanto artículo puedo, así como viendo contenido pendejo, la vida se me ha ido convirtiendo en una agitación permanente con muy poco espacio para la tranquilidad y la reflexión. Creo que no soy el único al que le pasa.
La semana pasada tomé la decisión de irme siete días al suroeste antioqueño, a vivir la vida de pueblo. No fue un ejercicio de desconexión tecnológica, pero quería experimentar algo de calma y, sí, tratar de desintoxicarme un poco de lo digital. El ejercicio fue un fracaso absoluto. ¡Qué desgracia! Cada que podía me metía a ver qué estaba pasando en el mundo y en las redes. Trasladé mi rutina citadina al campo.
Furioso y frustrado por mi indisciplina, salí a correr el sábado por varias veredas del municipio de Jericó. Salí tarde, claro, porque la noche anterior me quedé como una hueva viendo videítos de Nadal y Federer y su entrañable amistad. Siempre es igual. He visto ese contenido mil veces, y sigo viéndolo. Seguro mi coeficiente intelectual se disminuye con cada abrazo que se dan los dos tenistas.
En fin, luego de 19 kilómetros de trote y 700 metros de desnivel positivo, llegué a la casa campesina en Vallecitos de doña Gloria y don Édison, una pareja de 35 y 34 años, respectivamente. La casa está rodeada de árboles y flores, y en el terreno de hectárea y media siembran el café Vasher, uno de los más reconocidos de la zona. Días atrás, por esos encuentros casuales de la vida, me habían invitado a desayunar. “Vamos a darle un buen desayuno a ese flaco amargado de la capital”, debieron pensar.
Cuando entré, don Édison estaba poniendo unos ladrillos en un costado de la casa. Doña Gloria estaba en el cultivo. “Es sábado, ¿qué hacen trabajando?”, les dije. “Joven, aquí solo descansamos los domingos”, me respondió Édison. Lo miré de forma extraña. “Aquí el tiempo es oro”, agregó.
El desayuno que me sirvió doña Gloria era desayuno, almuerzo y cena, todo en uno. Esto va a ser largo, pensé. Y arrancamos a hablar. Debo decirles que han sido probablemente de las horas más interesantes y sabias que he tenido en mucho tiempo. Su filosofía de vida, su disciplina diaria de trabajar la tierra, su sencillez me iban haciendo sentir cada vez más chiquito.
Siempre he sido muy displicente de la vida de campo. Qué sopor y aburrimiento, pensaba. La ignorancia es atrevida. Nadie trabaja más duro que los campesinos. De lunes a sábado, Édison y Gloria se levantan a las 5 de la mañana y terminan de trabajar la tierra a las 9 de la noche. Ambos construyeron su casa, se capacitaron en el cultivo de café y hoy tienen un lindo negocio: Vasher.
No aspiran al lujo, tan solo a seguir creciendo con sus propias manos. Édison saca los bultos de café en su moto. Los lleva hasta Medellín. Gloria no para de recoger café y de cuidar los otros pequeños cultivos de la casa. Y así, todos los días. El domingo se sientan en un colchón y ven televisión. Ojalá yo pudiera tener esa mentalidad, vivir así, tranquilo y feliz.
DIEGO SANTOS
Analista digital
En X: @DiegoASantos