Mi padre tiene 67 años y vive ajeno al mundo de las redes sociales. Parece un tipo tranquilo con la vida y feliz. Dos de sus cinco hijos, uno de los cuales soy yo, vivimos metidos en redes. Los otros tres, consumidores ocasionales, rara vez suben contenidos. Los unos nos autoencarcelamos en el mundo virtual; los otros aún gozan de ese privilegio de vivir más por fuera que por dentro del ecosistema digital. Bichos raros, los denominarían algunos.
Mis tres hermanos son, sin duda, una excepción en un mundo en el que cientos de millones de personas nos fuimos olvidando de vivir como lo hacían nuestros viejos y sus antepasados a lo largo de más de 2.000 años: al calor de un sabroso almuerzo en la mesa, charlando con amigos en un bar o disfrutando de las palomitas en el cine. Casi sin quererlo, las redes nos fueron succionando y atrapando en una matriz carcelaria de ‘me gusta’ y visualizaciones.
Entre aquellos que caímos en ese hueco sin fondo, las estadísticas de nuestro accionar en redes se volvieron la tabla de medición de nuestro éxito. El consumir o crear contenido vino acompañado de una enfermiza obsesión de estar revisando cada minuto el número de ‘me gusta’, comentarios y visualizaciones de cada producto.
Lo mío no es nuevo. Incursioné de manera activa en digital en 2006, cuando creé un blog de fútbol llamado ‘Lluvia blaugrana’. En ese espacio hice cientos de reseñas en videos, y también me animé con un pódcast que llamé ‘El gatillo’, en el que conversaba sobre el Barcelona con amigos catalanes. Ya por ese entonces comencé a desarrollar la obsesión que hoy menciono.
Mi otro hermano arrancó su apego a redes en el último lustro; no es creador de contenido, pero sí un consumidor constante. Cuando nos reunimos en familia, él y yo estamos atornillados a una pantalla mientras mi papá y mis otros tres hermanos interactúan. Creo que les debe parecer exasperante, y no los culpo, pero la realidad es que ni mi hermano ni yo nos damos cuenta de la escena. Nos increpan amistosamente un par de veces, pero todo queda ahí.
¿Hay vuelta atrás? Mucho me temo que no. En mi casa restringimos lo más que pudimos el de mis hijas a celulares, tabletas y computadores, y aunque ellas aún hacen juegos de niñas, cuando se sientan frente a una tableta se convierten en autómatas. Uno no debe resignarse, pero quizás la prohibición no sea el camino. Su anexión a las redes es cuestión de tiempo, y la verdad es que es el mundo que nos tocó.
No obstante, me topé ayer con una pieza de opinión de ‘The New York Times’ –‘YouTube me lo dio todo. Pero luego crecí’– que me albergó cierta esperanza en que no todo esté perdido. En esta, Elle Mills cuenta que su vida ha estado amarrada a números: “1,7 millones de suscriptores, 1,8 millones de seguidores, 155 millones de visualizaciones. Empecé a los 12 años a subir videos en YouTube. En noviembre, con 24 años, lo dejé todo”.
¡Mills salió de la cárcel digital por cuenta propia! Fue un proceso lento, pero comenzó a confrontarse con lo que se había vuelto, un producto expuesto a diario a cientos de miles de desconocidos. “La cultura digital incentiva a la gente joven a que se convierta en un producto cuando aún no ha definido quién es”. Y entre los adultos va dejando vestigios de quién era uno.
A veces me pregunto cómo mis tres hermanos no cayeron nunca en el mundo de las redes. ¿La manera como fueron educados? ¿Animadversión a la tecnología? ¿Otras ocupaciones más interesantes y cautivantes? Tampoco se los he preguntado. Lo haré, porque creo que si la humanidad ha sobrevivido durante miles de años no fue precisamente por estar desconectada de la realidad y del o físico en el mundo real. Ojalá ellos fueran mayoría.
DIEGO SANTOS
Analista digital