La iniciativa del gobierno de Gustavo Petro que busca otorgarles a jóvenes en situación de vulnerabilidad una suma mensual con el propósito de alejarlos del crimen organizado ha sido objeto de una fuerte controversia. No podía ser de otra forma. Se trata de una apuesta arriesgada.
Replicando una propuesta que puso en marcha cuando fue alcalde de Bogotá, con logros que se han reconocido, no obstante que no tuvo mayor impacto en indicadores, el Presidente ha delegado en el Ministerio de la Igualdad, a cargo de la vicepresidenta Francia Márquez, poner en marcha una política similar denominada Jóvenes en Paz. Es, sin duda, una apuesta ambiciosa. Se espera que para este propósito se destinen 90.000 millones de pesos en el primer año.
Siempre que se alude a los graves problemas de violencia y auge del crimen organizado que se evidencian en distintas zonas del país, se habla de la necesidad de combinar autoridad con presencia estatal, que suele ser sinónimo de políticas sociales. También se pide audacia a la hora de enfrentar el desafío que significa arrancar de las garras de las bandas a jóvenes que terminan sus estudios –cuando lo logran– y ante la falta de oportunidades son presa fácil de esas organizaciones para usarlos como carne de cañón, en el campo y la ciudad.
Es clave establecer una robusta lista de requisitos, garantizar que no haya ni sombra de corrupción o, politización.
En ese orden de ideas, el programa merece un compás de espera, sobre todo mientras se conocen más detalles de cómo se va a implementar. Lo que no impide advertir sobre los riesgos, que no son menores, de que este incentivo termine generando consecuencias perversas. Expertos han citado ejemplos de otros países en los que políticas de este tipo generaron todo lo contrario de lo que pretenden. Aquí el peligro concreto, que hay que mencionar sin ambages, es que se acabe estimulando la conformación de grupos criminales para poder después acreditar pertenencia a ellos y así recibir el subsidio gubernamental. Algo así sería inisible, gravísimo.
Por eso es clave que la planeación e implementación de Jóvenes en Paz se haga bajo el más estricto rigor técnico, que garantice que el subsidio sea una herramienta eficaz para disminuir el poder de los criminales y aliviar la pobreza. Es fundamental establecer una robusta lista de requisitos, garantizar que no haya ni sombra de corrupción o –peor aún, y este riesgo es grande– politización en su asignación. Y también tener presente que los requisitos deben estar pensados para que esta suma mensual sea pieza de un engranaje que saque al receptor de sus condiciones de vida, rumbo a unas mejores y más dignas, y no una invitación de corte asistencialista para perpetuar su actual situación. La información y experiencia acumuladas de programas similares, como Jóvenes en Acción, no pueden desecharse. Su vigencia debe estar condicionada al cumplimiento de logros en materia de indicadores.
Una política de este corte no puede llegar sola. Tiene que hacer parte de una muy sólida estrategia, con norte claro e indicadores verificables, que incluya también un trabajo mano a mano con la comunidad para tener la mayor certeza posible acerca de qué jóvenes de verdad dependen de un subsidio de estos, para no caer en la delincuencia y para no descuidar la seguridad y la presión sobre quienes agobian a la gente con delitos como la extorsión.
EDITORIAL