Que lleguen los mejores, que quienes manejan el Estado cuenten con la trayectoria y capacidad para istrar los recursos públicos y las libertades democráticas es un pedido nacional que se grita a los cuatro vientos. Sin embargo, y no obstante notables excepciones, aún parece que buena parte de nuestros líderes y partidos políticos no comulguen realmente con esta idea. El teatro para la elección del nuevo contralor general es buen recordatorio de la brecha que enfrentamos para ser una sociedad en la que deje de ser cierto que “lo malo de la rosca es no ser parte de ella”.
Muchos dirán que es ingenuo pretender lo contrario. Que habrá que ser extremadamente cándido (en la acepción negativa del término) para pensar que una entidad con una nómina de miles de personas, con un presupuesto multimillonario y enorme influencia en el sector oficial se le entregue a un individuo utilizando como único criterio de selección su hoja de vida. Ellos mismos dirán: ¡lo clave es su ideología y el poder político al que responde, de manera que podamos anticipar y manipular su desempeño! En los cálculos politiqueros se hace obvio que la meritocracia es secundaria frente a la necesidad de proteger intereses particulares.
Esta “obviedad” debe ser desnaturalizada por los colombianos para racionalizar que lo evidente es el mandato de elegir a los mejores sin ningún otro condicionamiento. Que la rosca sea la lógica de los partidos y que los ciudadanos lo aceptemos como el destino que nos tocó puede ser una de las principales limitaciones de nuestra sociedad. Que lo que nos genera mayor indignación sea lo que entendemos como inevitable es lo primero que deberíamos pretender cambiar.
La meritocracia es más que un concepto romántico. Existe evidencia de que la istración de los más capaces (vía educación, conocimiento y talento) es la correcta estrategia de desarrollo económico y social. Desde Confucio en la China ancestral, y su noción de que la dignidad del gobernante debe provenir de sus méritos y no de su estatus social, hasta la moderna Singapur, donde las credenciales personales y la preparación profesional son valores centrales en la formulación de la política pública.
Múltiples fuentes, incluyendo la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, han mostrado la relación entre meritocracia y la capacidad de movilidad social de los países. En aquellos lugares en donde el talento vale más que la cuna, las personas que nacen en condiciones vulnerables tienen mayores opciones de romper la trampa de la pobreza y alcanzar prosperidad económica. La misma evidencia muestra que si esto logra mezclarse con una democracia funcional, los países habrán encontrado la receta ideal para su progreso y bienestar.
Los críticos de la meritocracia insisten en el riesgo asociado con la forma como se define el estándar ‘ser mejor’, así como la tendencia hacia un nuevo orden aristocrático en el que la inteligencia sea la moneda. También preocupa la desconexión entre los tecnócratas y el ciudadano común, lo que se convierte en combustible para movimientos populistas que basan su estrategia electoral en falsas promesas de lealtad y solidaridad de clase. Otros dicen que la élite del mérito puede ser menos empática con las minorías y poblaciones vulnerables.
Siendo todas estas preocupaciones legítimas, yo opino que apostarle a un sistema basado en logros y atributos es mejor rumbo que seguir normalizando el mecanismo de las roscas y el amiguismo para acceder a cargos del poder público. Ciertamente prefiero la discusión sobre cómo alcanzar una meritocracia funcional, amplia y justa, que nos permita superar la mediocridad y el nepotismo y que nos blinde de que las herramientas del Estado sigan al servicio de unos pocos.
EDUARDO BEHRENTZ