Cuando el hombre llegó a la Luna, los muros de mi casa estaban plagados, literalmente, de fotografías del Che Guevara. Y, claro, usaba boina. Y pensaba que Fidel Castro nos redimiría de la estupidez capitalista. Mi estado espiritual, ahora lo veo, se parecía mucho al paroxismo epiléptico, y en consecuencia escribía poemas desbaratados adrede llenos de improperios, como un poseso, en honor de los guerrilleros de todas partes, contra la guerra imperialista en Vietnam y contra la burguesía. Recuerdo que todas las cosas de Norteamérica merecían, para mí, el ludibrio. Con la excepción del jazz porque era un fruto de las negritudes esclavas, las baladas protestantes de los niños de las flores empeñados contra el sistema y los poemas beatniks. Tuvieron que pasar muchos años, y tuve que leer muchos libros antes de que los hervores negativos se sedimentaran, y me curara de ese mal que llamó Lenin el pelirrojo la enfermedad infantil del izquierdismo.
Me acuerdo que vi el arribo del hombre a la Luna invitado por Gonzalo Arango en la casa de su novia Rosa Girasol en Envigado. Mi amigo estaba conmovido. Para él era un triunfo de la humanidad. Y yo de mamerto me empecinaba en aguarle la fiesta. La luna es una cosa así de chiquita, le decía, y está aquí a la vuelta de la esquina. No te dejes tramar, el alunizaje no es más que un recurso de la propaganda yanqui contra la promesa redentora del futuro mundo comunista. Gonzalo jamás se dejó tentar por el embeleco bolchevique. Y no cejó en su apasionamiento. Y siguió pensando, aguantándome con paciencia, que estaba por suceder una cosa extraordinaria aquel julio. Ahora me avergüenzo. Y dondequiera que esté espero me perdone la obcecación. Que solo hablaba de mi juventud y mi ignorancia.
Me acuerdo. En su entusiasmo, Arango se dedicó a rastrear en los grandes poetas de la humanidad alusiones más o menos veladas al acontecimiento. Y logró encontrar en Shakespeare y en Rimbaud versos que parecían anunciar la fabulosa odisea de los astronautas norteamericanos, con los cuales hizo una breve antología publicada en las lecturas dominicales de EL TIEMPO que dirigía Mendoza Varela. Tanto lo emocionó la hazaña técnica de la Nasa que incluso escribió en su columna semanal un poema de su cosecha sobre ese primer paso de un terrícola en el polvo selenita, en el cual dijo que Armstrong se había tirado un pedo en el inmenso silencio cósmico. Y que era un pedo inmortal. Don Roberto García lo llamó al día siguiente y le dijo que consideraba una traición a su confianza el cuesco en ese momento cumbre en las páginas editoriales de su periódico, y le suspendió, furioso, el espacio. Vale la pena anotar que poco después, Caballero, el humorista de planta del diario que tenía seudónimo de leche, escribió la palabra ‘culo’, y a nadie le olió mal. Como quien dice, los nadaístas también liberamos los derechos de las palabras con fama de hediondas. Esto nos mereció de nuestros enemigos la de hacer literatura de alcantarilla. Pero había que hacerlo. No hay palabras vedadas.
Hoy pienso que Castro fue un mero tirano, una desgracia para Latinoamérica; que el leninismo fue una secta de genocidas que desangró en vano el siglo XX; y el Che, un medicastro argentino aquejado por una extraña sicopatía mística, y que Estados Unidos es una gran nación que debe enorgullecernos, con todo y sus miserias. Y reconozco, tarde, la belleza de la hazaña que abrió la puerta de las estrellas y las fabulosas estaciones internacionales que giran sobre nuestras cabezas como una promesa de liberación del hombre hacia los astros, que nos llaman con guiños desde el alba de la historia. Cómo cambia uno, carajo, cuando no teme rectificarse. Y pensar que tantos retrasados aún creen en el leninismo y babean en el Foro de São Paulo. Y piensan que Estados Unidos es el enemigo de la humanidad.