Mi primera bicicleta escasamente salió del garaje de la casa.
Había sido un regalo de primera comunión, obsequio colectivo de las amigas de mi mamá. Alcancé a dar un paseo por la cuadra que horrorizó a mi padre por sus peligros y condenó de inmediato aquella cicla a confinamiento eterno.
No le faltaba razón. Vivíamos entonces en la esquina de un cruce de calles bastante recorridas por vehículos a toda velocidad –una madrugada amanecimos con el choque de un bus contra la puerta del vecino–.
Aquella frustración infantil ha sido compensada en creces, y por décadas, desde mi llegada como estudiante a Oxford. ‘En Roma, como los romanos’, dice el adagio; pues, ‘en Oxford, como los oxonienses’, así que desde el principio adopté la cicla, un símbolo de la ciudad, al lado de las torres de sus colegios universitarios.
Hoy, muchos años después, la bicicleta sigue siendo mi principal medio de transporte.
Algunos inventos del siglo XIX han sido relegados al olvido. No la bicicleta, observa Judy Rosen en un libro reciente sobre su historia que merece más atención (Two Wheels Good. The History and Mystery of the Bicycle, Penguin, 2022).
En el pasado la bicicleta ha gozado de ciclos de moda, atados a veces a sus rediseños. Pero hoy estaríamos “experimentando el boom más grande” de la bicicleta en su historia.
Las políticas de rediseño urbano para combatir los males contemporáneos de congestión y polución reivindican las bondades de la bicicleta.
Su nuevo auge, nos dice Rosen, se debe más que todo a reconsideraciones fundamentales sobre nuestros modos de vivir, motivadas por los problemas del calentamiento global y las intolerables congestiones del tráfico automotor. Son razones que, de cualquier manera, siguen acompañadas del “espíritu liberador” que la identificó desde su invención.
Su última moda viene también con nuevos diseños. Tal es el caso de las bicicletas de carga, algunas pensadas para llevar a los niños al colegio, otras para transportar mercancías a los almacenes en centros urbanos, en reemplazo de carros y camiones. Una de las novedades más impresionantes en el mercado es la bicicleta eléctrica –sus ventas se han disparado en la última década, aunque sus exorbitantes precios la hacen aún inalcanzable para la inmensa mayoría–.
Y tal parece que la mayoría del mundo se transporta en bicicleta –algunos por placer, otros por compromisos con el medio ambiente, los más por las necesidades del trabajo–. Y la tendencia es al alza, impulsada además por el impacto de la guerra de Putin contra Ucrania, que acelerará la transición energética, donde la bicicleta ganará mayor protagonismo. Se estima que el “mercado global de la bicicleta... alcanzará los US$ 80 billones en 2027”.
Los auges de la bicicleta, advierte Rosen, son también momentos de “batalla”. Hoy como ayer, la bicicleta ha sido fuente de hostilidades y sorprendentes controversias –lo que Rosen llama “la política de la bicicleta”–. En Irán, por ejemplo, se prohibió a las mujeres conducir bicicletas en público en 2016, “porque atraían la atención masculina y exponían la sociedad a la corrupción”. Argumentos similares contra las bicicletas se adujeron por sectores puritanos en Estados Unidos a fines del siglo XIX.
Las políticas de rediseño urbano para combatir los males contemporáneos de congestión y polución reivindican las bondades de la bicicleta. “Hay pocas dudas”, anota Rosen, de que una “ciudad con muchas bicicletas y pocos carros será un sitio más seguro, más saludable, más habitable, y más humano”.
Rosen proyecta un autorretrato hacia el futuro como “un viejo en bicicleta”. Lo anima la historia de una chilena que, “a sus noventa”, cruza kilómetros en bicicleta para llevar sus productos al mercado, y para quien la bicicleta es “el secreto de la longevidad”.
EDUARDO POSADA CARBÓ