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El historiador y sus libros

Existe entre los historiadores cierto fetiche con los archivos, hasta definen la disciplina.

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PROFESOR UNIVERSITARIO, UNIVERSIDAD DE OXFORD, REINO UNIDOActualizado:

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No encuentro traducción literal para la metáfora. En inglés se dice the penny dropped (“el centavo cayó”), cuya vieja usanza significa que “de pronto hemos comenzado a entender algo”.
(También le puede interesar: ¿Democracia sin diversidad?)
Fue la metáfora que utilizó Malcolm Deas (1941-2023) al explicar cuándo empezó a desentrañar los problemas de la historia colombiana. La había encontrado muy complicada desde sus primeras lecturas sobre el país, antes de su llegada a Bogotá en 1963. Y en algún momento “el centavo comenzó a caer”.
Para Deas, the penny dropped tras haber leído las Monografías de Rufino Gutiérrez, un inspector de la hegemonía conservadora que dejó un relato extraordinario de la política pueblerina de sus tiempos, y la fuente que inspiró el clásico ensayo de Malcolm sobre el caciquismo en Colombia.
Existe entre los historiadores cierto fetiche con los archivos, hasta definen la disciplina. Deas no los despreciaba. Pero les dio especial valor a los libros, “a todos los posibles”, como lo expresara Jorge Orlando Melo, y a otras fuentes, como las visuales, que le permitieron “formas inesperadas de ver el pasado (Contexto, 29/8/2023).
Muchos de sus trabajos comenzaron, en las mismas palabras de Deas, “en una librería de viejo”.
Tales relatos atrapaban su ‘fascinación’ por la historia colombiana. Eran, claro, fuentes obligadas del oficio, cuyo valor Malcolm rescataba con advertencias.
Así sucedió con su ensayo sobre El traslado de los huesos de Jorge Isaacs desde Ibagué hasta Medellín, después de haber descubierto, en “una destartalada miscelánea”, un folleto publicado por la imprenta oficial de Antioquia con discursos y documentos relacionados con aquel gran evento (La apoteosis de Isaacs, 1905).
Algo similar ocurrió con su trabajo sobre las fuentes de poder de Miguel Antonio Caro y de otros presidentes de la época, al observar “la existencia de tantos textos viejos de gramática” en sus “andanzas por las librerías de segunda mano”. Se lamentaba de tardíos descubrimientos, como el de un “panfleto, de miserable apariencia”, con las memorias de un veterano de la batalla de La Humareda, que le hubiera servido para su ensayo sobre la guerra de 1885.
“¿Qué hace un historiador frente a un relato así?”, se preguntaba.
Tales relatos atrapaban su “fascinación” por la historia colombiana. Eran, claro, fuentes obligadas del oficio, cuyo valor Malcolm rescataba con advertencias. Las memorias de los generales de la guerra de los Mil Días, por ejemplo, “son testimonios de protagonistas: el historiador debe recordar que, con todas sus limitaciones, esos señores sí estaban presentes (en las batallas), y él no”. Y los volúmenes publicados sugerían desafíos a lugares comunes: los vencidos en las guerras escribieron “más que los vencedores”.
Los libros como objetos dejaban otras múltiples lecciones. Aquellos que “se encontraban en muchas librerías de segunda mano”, en “malas condiciones”, indicaban que habían sido “bien leídos”.
Ese fue ciertamente el caso con los textos de Vargas Vila, que se vendieron en su época como “sarampión”, y siguieron reimprimiéndose en ediciones populares para ventas callejeras. Malcolm editó una selección de sus obras (1986), en cuyo prólogo relata su memorable encuentro con el historiador argentino José Luis Romero cuando conversaron sobre los “grandes malos escritores”, como el mismo Vargas Vila.
“Muy raramente hay libros totalmente inútiles”, decía Deas: había que leer mucho libro viejo, bueno o malo”. Y repetía un “dicho” que no “ha perdido validez frente a la nueva historiografía: “Cuando sale un libro nuevo, es buena ocasión para leer un libro viejo”.
Con frecuencia repasaba los Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila, de donde seleccionó uno de sus aforismos: “Período histórico interesante es aquel sobre el que existe un libro inteligente”.
EDUARDO POSADA CARBÓ

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