Hace poco reconocí en la primera página de The New York Times el rostro de una mujer con quien coincidí en clases, foros y almuerzos en una escuela de gobierno en EE. UU.; alguien a quien recuerdo bien por su inteligencia afilada, su profundo conocimiento de su país y por cómo me explicó la dinámica de los partidos políticos mexicanos: es la ahora electa presidente de México, Claudia Sheinbaum.
La nación que otrora se conociera, entre otros aspectos, por el tequila, las rancheras y el concepto obsolescente del mero macho es hoy gobernada por una mujer, doctora en ciencias exactas, madre, firme activista desde estudiante, que barrió en las elecciones con un amplio margen y si bien es cierto que cabalgó en la popularidad de su amigo y mentor Amlo, lo es también que sin méritos propios, proyectos ejecutados desde que los recibió en el D. F., entre otros, no habría sido sucesora de ese caudal electoral.
Un par de años antes había conocido a Claudia López, con Juan Francisco Lozano –qué buen alcalde se perdió Bogotá–, acompañada por Gilma Jiménez (q. e. p. d.), acérrima defensora de la niñez. Igual recuerdo a C. López como mujer inteligente, la hábil política que es, y pienso en la coincidencia de su preparación ahora en la misma universidad donde conocí a Sheinbaum.
Sheinbaum, Petro y quien le suceda deben andarse con mucho cuidado antes de atacar la estabilidad institucional de la Nación.
No creo que sean vidas paralelas, pero coinciden como mujeres y políticas en una coyuntura histórica: si López ganara, porque es una fuerte candidata y tendrá el apoyo de Petro, marcado o desmarcado de ella, heredaría retos similares a los que dejó Amlo a su Claudia: salud siniestrada, petrolera nacional en picada, guerra abierta y no paz total. Sin el potro del 70 % de la popularidad de Amlo, López, en cambio, tendría máximo un 25 % de arranque y un hondo escepticismo desde y hacia la izquierda a la que pertenece.
Ahora, no obstante su preparación, también es cierto que Sheinbaum no recibe un paraíso. El sexenio de Amlo dejó a México profundamente endeudado, seis por ciento del PIB, a Pemex inviable, desastre en salud, promesas incumplidas y enfrentará, entre otros, a poderosos y desafiantes carteles de la droga, una frontera permeable, sobre la que Trump ha dicho que como presidente estaría preparado a intervenir con sus FF. MM. en territorio mexicano, desafiando su soberanía, mientras el senador y su vicepresidente, J. D. Vance, vaticina la necesaria deportación de veinticinco millones de ilegales, a razón de un millón mensual, amén de la construcción de una muralla como la China, sin dejar de lado el peligroso embeleco de la elección popular de jueces, que es dinamita pura en los pilares de cualquier democracia.
Sheinbaum se enfrenta al desafío no menor de fortalecer las instituciones: aunque imperfecta, la democracia sigue siendo el mejor sistema de gobierno concebido por el ser humano. Soportado en la tríada de la separación de poderes, guiada por un contrato social, se parte del que propusieron Epicuro, Hobbes, las reflexiones de Milton, Locke o Rousseau, encarnados en una carta magna, sabe navegar sobre arrestos dictatoriales y favorecer la vida republicana, pero sin el trípode que la soporta puede perecer.
El voto popular para elegir a los jueces pretende moverle una pata al trípode y pegarla a quienes llegan al ejercicio del poder por la política, Legislativo o Ejecutivo. La distancia entre poderes tiene una honda razón de ser, crea una figura estable por definición y se debe respetar. Sheinbaum, Petro y quien le suceda deben andarse con mucho cuidado antes de atacar la estabilidad institucional de la Nación.
Sheinbaum me da confianza: como alcaldesa del D. F. aplicó métricas precisas a sus campañas que fueron eficaces, se atuvo, como mujer de ciencia, a pruebas y no a especulaciones, clave de sus éxitos. Pondrá sello propio al "humanismo mexicano", a la cuarta transformación que arrancó Amlo y que ahora de la mano, suave y férrea, de la primera presidente electa de ese país acelerará, para bien, el ocaso del mero macho.