Durante la reciente semana de receso, mi celular se dañó por completo. Lo perdí todo: fotos, videos, documentos de trabajo, presentaciones, códigos de verificación y los s abiertos a todas mis redes sociales. Se imaginarán el disgusto, multiplicado además porque no me gusta subir nada a la nube, así que, como lo señalé, lo perdí todo. O quizás no.
Les cuento. Cuando repuse el celular tomé una decisión radical: no descargar las redes sociales en el nuevo aparato. Ninguna. Ni Instagram, ni Facebook, ni X ni TikTok. Si quería acceder a ellas, lo haría a través de mi computador. “¿Pero acaso no vive de ellas?”, me preguntaron unos amigos. No lo suficiente como para no prescindir de ellas en mi celular. Salvo Instagram y TikTok, las otras las puedo utilizar desde el computador.
De esto hace ya casi dos semanas, y les confieso que siento una paz interior que no tenía desde hace mucho tiempo. Uno no se alcanza a imaginar el estado de decrepitud al que se llega pegado a la pantalla navegando vidas ajenas como un autómata, pendiente de unos ‘me gusta’ que no son más que una droga que genera una enfermiza dependencia que nos va arrancando del maravilloso mundo de la vida real.
Para no hablar de casos ajenos, les hablo del mío. Consumido por las redes sociales, podía estar esperando un ascensor mientras movía incesantemente el dedo refrescando las interacciones de mis publicaciones. En el ascensor, sin señal, me daba ansiedad. Salía y volvía a mirar. Antes de que comenzara una reunión, en la misma dinámica; sentado con mi papá y mis hermanos, consultando las redes cada dos por tres; en el carro, en cada semáforo, clic para ver qué pasaba en Instagram.
Uno no se alcanza a imaginar el estado de decrepitud al que se llega pegado a la pantalla navegando vidas ajenas como un autómata
Estas semanas me han permitido ver qué tan grave era mi cuadro “clínico”. Estaba en una cárcel, una cárcel placentera llena de personas inseguras, reprimidas, mentirosas, necesitadas de atención permanente, entre otros muchos problemas más. Algunas personas que me quieren me lo decían, aunque me parece un poco particular cuando ellas mismas están en esa misma cárcel. Nos es fácil ver el problema en los otros, mas no en nosotros.
Dejé en mi celular solo mis aplicaciones de noticias, y comencé a estar más presente. Le comenté de mi decisión a un amigo, y este me preguntó que cómo me había sentido. “¿No se ha dado cuenta de que llevamos tres horas y solo miré el celular una vez para cambiar la música?”, le respondí.
Dos semanas es muy poquito tiempo para decir que estoy del otro lado. En cualquier momento puedo recaer. Romper un hábito de años no es fácil, y más cuando esa ‘droga’ está tan al alcance de nuestras manos. Por ahora, vamos bien; he vuelto a leer extensos reportajes sobre distintas coyunturas en el mundo; estoy tranquilo cuando estoy en un ascensor, me veo más relajado en todas mis relaciones. La verdad es que estoy gozando más.
¿Que si extraño las redes? Claro que sí. Ver una noticia que quiero comentar en X y no poder hacerlo es algo a lo que aún no me acostumbro, pero pasa el tiempo y me doy cuenta de que no pasa nada. ¿De qué sirve otra opinión más al ya anodino mundo de la antigua Twitter?
El sábado descargué Instagram en el celular para subir dos videos, pero sorprendentemente no he abierto la aplicación desde entonces, o muy poquitas veces (Diego mentiroso). Me ha parecido más interesante pasar mi tiempo leyendo prensa o escribiendo.
Espero que este relato personal le sirva a alguno para hacer lo mismo, intentarlo. Créanme que notaran la diferencia. Y si esta no les gusta, pues vuelven y descargan las redes. Se puede tener una vida por fuera, y es muchísimo más gratificante. Quizás prescindir totalmente de ellas no sea tampoco lo correcto, pero quién quita que con esta medida aprendan a usarlas mejor. En eso estoy yo. Les iré contando. Lo perdí todo, pero recuperé una vida.
DIEGO SANTOS
Analista Digital
En X: @DiegoASantos