William Enrique fue su nombre legal. Como acto de rebeldía, decidió no cambiar su nombre legal, porque quería insistir en el mensaje de que una persona puede nombrarse como se le dé la gana y ser reconocida con la expresión del género en la que mejor se sienta. Y se nombraba así, a ratos, por estrategia, para transmitir un mensaje.
Diana Navarro es el nombre con el que la registrará la historia, una activista trans, negra, marica y puta, como ella misma se nombraba, que falleció recientemente en Bogotá. Su legado trasciende muchas vidas. Trabajó por las putas, así, con ese nombre, porque había sido una. Se unió de forma estratégica a agendas distintas y se pensó la paz desde las realidades de vida trans. Buscó en cada reunión, con cada funcionario, en cada secretaría en la que trabajó, que la inclusión fuera una premisa real en Bogotá. Fue una gran activista.
Estuvo varias semanas hospitalizada. Mientras, escuché a mucha gente, que no tenía con ella otro vínculo que el activismo, ofrecerse a ayudar, en lo que pudiera. Le reiteré esas ofertas varias veces; siempre altiva, siempre ella, me respondió que no era necesario, que todo estaba cubierto. Sin embargo, en una de las últimas visitas, me pidió que le avisara a uno de sus amigos más cercanos que ahora sí era necesario hacer una colecta. Su funeral estaba cubierto, ella no tenía muchos ánimos de luchar, probablemente la movió a hacerlo su preocupación por Marieta y Roberta, sus nietas; que la cuidaron como se cuida a una madre en los últimos días de su vida.
Cuando muere una activista, nos duele a todos, a quienes compartimos la causa y a quienes reconocen el aporte que esa persona hizo.
“Nosotros somos su familia elegida”, escuché decir. Aunque la discriminación excluye y aísla, también nos obliga a encontrar amores y familia de otras maneras. Esa familia elegida que conforman los amigos que no juzgan; los que aceptan que ser homosexual o bisexual o trans no es nada distinto a ser zurdo o tener los ojos verdes; la familia que está en los momentos difíciles y apoya, con la que se aprende y se crece, como la red de cuidados que se activó alrededor de Diana durante su enfermedad.
“La familia está donde están los afectos”, dijo Ciro Angarita Barón, en 1992, desde la Corte Constitucional. Y es verdad, muchas veces, la familia son los amigos. Es más frecuente para la gente LGBT, pero particularmente para la gente trans. Por eso sus familias elegidas son tan poderosas y es tan significativo el encuentro de esas vidas. Por eso se nombran madres y abuelas y nietas, en femenino, porque esa familia elegida es la que les ha permitido ser la mujer que son. Y como todas sabemos, reivindicarse mujer, no es fácil.
Cuando muere una activista, nos duele a todos, a quienes compartimos la causa y a quienes reconocen el aporte que esa persona hizo. El día de su muerte, hicieron llegar el pésame, la alcaldesa mayor de Bogotá y el presidente de la república. Porque había muerto una mujer trans, negra, marica y puta. De ese tamaño fue la vida de Diana Navarro Sanjuan. Y los primeros que debemos reconocerlo, somos los de esta familia elegida.
Como típica familia, tenemos gente que no se habla y gente que se adora. A veces nos juntamos, sin dudarlo, como en los funerales. Otras, discutimos, por cosas menos trascendentales de lo que quisiéramos aceptar. Y frente a los duelos, tenemos gente que reacciona de forma violenta y gente que se pasma. Gente que se expresa a los gritos y gente que llora en silencio. Cada quien afronta el dolor y la pérdida como mejor puede.
Para el funeral, propuse hacer cámara ardiente y llevar a Diana al barrio Santafé, donde trabajó toda su vida. Algunos en la familia se molestaron, dijeron que se vería como un show. Yo francamente no entiendo cómo podía despedirse de otra manera a Diana de Santafé. Por cierto, no dejen de ver la película de Carmen Oquendo Todas las flores, es un hermoso recuento de la vida de Diana.
ELIZABETH CASTILLO