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Masculinidad tóxica

Es urgente mostrar y denunciar cómo la masculinidad tóxica alienta todas las formas de violencia.

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Benjamín Núñez mereció felicitaciones de sus superiores, hizo cursos de derechos humanos y ganó, muchas veces, esas palmaditas en la espalda que se dan los machitos entre machitos para demostrar que son más machitos que el resto. Es decir: tenía muchas condecoraciones. Coronel de la Policía, hasta hace unos días. Fue suspendido porque mató a sangre fría a tres muchachos que no habían hecho nada. Lo hizo frente a testigos, hombres que presenciaron todo en silencio.
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Oficiales de policía que seguramente habían visto más, porque a los muchachos los torturaron, antes de que el coronel les disparara. Y esos hombres, heterosexuales hasta donde sabemos; machos, todos muy machos, se quedaron callados mientras tanto. O ayudaron, vaya uno a saber. Estoy segura de que para algunos, la escena fue macabra, pero no se metieron para no parecer menos machos. Dicen que fue porque sintieron miedo, los entiendo, no debe ser fácil estar frente a un asesino en movimiento. Tampoco reconocer que se tiene miedo, siendo tan machos.
El machismo estructural justifica las conductas violentas, buscando que los hombres “se hagan hombres de verdad”. Si hay un conflicto, estimula la violencia como primera respuesta. Sanciona el diálogo y califica al que lo propone como débil, porque la respuesta que el machismo pondera es la violenta. Por eso no le gustan los acuerdos de paz, por ejemplo. Y sanciona severamente el miedo. Y no mostrar el miedo ha sido la causa de muchas peleas: “A mí nadie me llama gallina”, dice Marty McFly en la película Volver al futuro, y la escena se repite en cada viaje, muy premonitoria la cosa.
Ese temor a no ser calificados de cobardes ha hecho que muchos hombres, de la profesión que sea, callen cuando presencian hechos criminales que no comparten. Eso incluye tanto a los amigos que ven a un amigo acosando a su expareja como a los que la ven a ella agobiada por el acosador y se abstienen de hablar con él, como si no vieran. E incluye a los compañeros de trabajo que ven cómo uno de los jefes comete un crimen atroz y callan. Por eso hay que reconocer la valentía de los hombres que denuncian o que no toleran la violencia en ninguna de sus formas. Y se involucran. Y no se callan.
El análisis de género tiene que llevarse a lo cotidiano para que Jesús David, Carlos Alberto y José Carlos (de 18, 26 y 22 años, respectivamente) no sean solo un nombre o un número más en la estadística sangrienta de este país. Es urgente mostrar y denunciar cómo la masculinidad tóxica, que alienta todas las formas de violencia, se niega al diálogo y reprime las emociones, fomenta la violación de derechos humanos. Y mientras los cursos de derechos humanos no tengan el género aplicado a lo cotidiano, no solo como el discurso de la academia, sino en una reflexión que permita pensar cómo el género está en nuestras vidas, de nada servirán los cursos o las menciones.
Hay que reconocer la valentía de los hombres que denuncian o que no toleran la violencia en ninguna de sus formas. Y se involucran. Y no se callan.
La justicia es ciega, pero no puede ser ciega al género. Nadie debería dejar de analizar las cosas con perspectiva de género, mirar si una conducta sería calificada igual dependiendo de si la hacen hombres o mujeres. Para empezar, respóndase esta pregunta: ¿cuál sería la reacción si en una masacre solo hubiera mujeres victimarias?
¿Por qué en un operativo militar, soldados obligan a unos muchachos de colegio a desnudarse? Porque desde chiquitos les dijeron: “¡Camine como hombre!”. Y nadie les explicó que mostrarse seguro no significaba mostrarse violento. Que tener convicción no significaba arrasar con todo de malas maneras. Y que eso de “el fin justifica los medios” no es más que un recurso macho para justificar la violencia. Por eso mismo, la verdadera revolución no es a los golpes, sino uniéndose a Gandhi en su premisa de “si el fin es justo, los medios para defenderlo también deberían serlo”. 
ELIZABETH CASTILLO

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