La semana pasa murió Daniel, mi hermano mayor. Es extraño lo poco preparados que estamos para la muerte de un hermano y creo que ha sido más duro para mí que la muerte de mis padres.
En mayo de 1968, durante esta primavera revolucionaria, murió mi padre, y dos décadas después murió mi madre. Que se mueran los padres está de alguna manera inscrito en el orden de las cosas. Pero cuando son los hermanos que desaparecen es nuestro propio destino el que entra en juego.
El sábado, cuando llegue a nuestra ciudad natal, opté por visitar su apartamento. Entrar en el espacio de alguien y encontrarse con el vacío que hiela el alma es una prueba demasiado dura. Todo estaba intacto: las fotografías de nuestra infancia feliz en Normandía, los muebles antiguos heredados de los abuelos, el piano donde ocasionalmente tocaba Debussy y algo de Ravel, su biblioteca llena de libros viejos y contemporáneos, una colección de pedazos de maderas encontrados en las playas y hasta su cobija preferida doblada encima de su cama.
Me senté en su sala y descubrí que mi hermano coleccionaba libros sobre los orígenes del cristianismo al mismo tiempo que intentaba, con un éxito relativo, sembrar aromáticas en su balcón, a pesar de su poco interés en los asuntos de la cocina. Todas esas cosas me hablaban de él.
Ese era mi hermano mayor, me llevaba siete años. Mi primer recuerdo es verlo jugar futbolín con mi otro hermano en una gran mesa con una tela plastificada verde que hacía las veces de cancha. Los equipos favoritos para enfrentarse eran la selección de Brasil y la de Francia.
yo no olvidaré la suerte que tuve de haber sido su hermana pequeña.
Era muy apuesto y hasta sus 89 años jugaba tenis y golf y seguía montando bicicleta sin casco a pesar de los regaños de sus hijos. Mi hermano nunca necesitó de mucho para ser feliz, odiaba el consumismo y era un hombre extremadamente generoso y vital. Sus ojos claros parecían brillar con más fuerza cuando se trataba de complacer a alguien o de ayudar a sus vecinos de la residencia de personas mayores en la que pasó los últimos días de su vida. Creo que vivió intensamente y que tuvo una existencia plena. Creo que fue feliz.
Con sus tres hijos y diez nietos revisamos juntos un baúl lleno de fotos de momentos de su vida, imágenes de viajes, de cenas con amigos y largas caminatas, porque Daniel ante todo fue un gran caminante. Descubro que antes del WhatsApp no sabía mucho de él; nos separaban diez mil kilómetros, pero estos últimos años conversábamos por lo menos una vez a la semana y justo ahora que nos acercábamos de nuevo, me abandonó.
Mi memoria se llena con los recuerdos de infancia. Me veo de nuevo con Daniel y Marc, mi otro hermano, caminando por un mar frío en una de estas playas normandas tan llenas de historia. Apostábamos por ver quién era capaz de entrar primero a este mar helado de principios de mayo y en algunas madrugadas nos íbamos con nuestra madre a buscar entre las rocas húmedas descubiertas por una marea baja unos camarones que comíamos de aperitivo en los almuerzos dominicales.
Mis sobrinos me señalan que debemos partir para la iglesia. Vendrán entonces los ritos, la burocracia, los notarios. Pero yo no olvidaré la suerte que tuve de haber sido su hermana pequeña. Afrontaré la misa con estoicismo y abrazaré mi destino no tan lejano de recorrer un camino que sigo sin saber cómo nombrar.
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad