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Opinión

En el túnel del tiempo

En este milenio en el que los carros son más veloces y seguros, cualquier viaje entre municipios puede tomar tres o cuatro veces más que hace un siglo.

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Subíamos de Melgar en carros que solían recalentarse y que nos hacían detenernos en el filo de la carretera. Desde el asiento trasero, veíamos salir humo y irábamos al padre, abriendo el capó y buscando agua por algún vecindario. (Entonces no existía la costumbre de comprar agua embotellada). Si el carro se enfriaba, el viaje proseguía por esos accidentes montañosos con nombres como la Nariz del Diablo, y nos consolábamos viendo otros carros varados o pinchados, o algún niño mareado al borde de uno de esos precipicios. Tardábamos dos horas y media de Melgar a Bogotá. Si había problemas, tres o tres y media, y si se juntaban muchas calamidades, podían ser cuatro, pero quedaba registrado en el récord de los viajes anormales.
Hablo de la década de los sesenta, en el milenio pasado, pero han transcurrido casi sesenta años y un cuarto de este siglo XXI, y, en el retorno de Reyes Magos, el mismo trayecto desde Melgar, a muchos les tomó diez horas el viernes. Por ser previsivos, quisieron anticiparse a la Operación Éxodo, al pico y placa regional y a todas esas intenciones rimbombantes, pero, después de la experiencia, algunos concluyeron que el trayecto habría tardado el mismo tiempo a lomo de mula. En este milenio en el que los carros son más veloces y seguros, la duración de cualquier viaje entre municipios vecinos puede tomar tres o cuatro veces más que hace un siglo.
Ocurre lo mismo desde Tunja a Bogotá, que antes de la doble calzada se recorría en dos horas, con aquella dicha de ver las antenas parabólicas de Chocontá, y saber que se estaba a solo una hora de la casa. Ese recuerdo idílico ha sido reemplazado por los “imprevistos cotidianos” de las llamadas “autopistas” de ingreso a Bogotá. A pesar de las dobles calzadas, el imprevisto hoy sería llegar en el tiempo previsto.
He escrito esta misma columna sobre la sensación de vivir en una ciudad por cárcel de la que es imposible salir y a la que, una vez logrado el éxodo, parece imposible regresar sin que sea un suplicio. He escrito también sobre la desconexión vial entre municipios de Colombia que se ensaña con las vías terciarias y los caminos intransitables, siempre inconclusos, y que ni siquiera logra que una vía central funcione. Y, aunque el atraso vial nos aísla a todos y nos crispa y se traduce en la ausencia del Estado, con sus consecuencias de dificultad e impunidad, no hay responsables a los que se pueda hacer control político, como si las vías fueran producto de una fatalidad ajena a las decisiones, los planes y los presupuestos de Gobierno y como si fueran un privilegio y no un derecho a la circulación.
A pesar de las dobles calzadas, el imprevisto hoy sería llegar en el tiempo previsto
Hablar de vías es hablar de ciudadanos que necesitan ir al médico, al colegio, a una notaría, a vender su producción en un mercado, o a un ritual (un nacimiento, un funeral, la Navidad) en otro lugar. Significa garantizar el derecho a trabajar, a descansar y a conocer “El país de la belleza”.
La cara opuesta de ese eslogan se puede leer en otro que hace parte de nuestro patrimonio inmaterial y que no ha sido reemplazado por la propaganda de ningún Gobierno de turno: “Zona de derrumbes, transite bajo su responsabilidad”, advierte el cartel de una carretera aledaña a la capital, por la que circulan cientos de vehículos y en la que se puede rodar parte de la montaña. Seguramente algún tinterillo recomendó “salvar la responsabilidad” de las autoridades, o quizás hace parte de nuestra vocación del sálvese quien pueda, pero, de tanto ser leído, ese mensaje es parte de nuestro inconsciente (colectivo).
Y la idea de que somos los únicos responsables solo por salir de vacaciones o por participar en el Festival del Panadero no es normal, aunque hayamos normalizado la falta de responsabilidad de las autoridades.
YOLANDA REYES

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