Es muy famoso el mito de Narciso, el efebo más hermoso de Grecia que a la vez enamoraba y rechazaba con soberbia a todo aquel que lo viera. Ovidio contó la que es quizás la mejor versión de su historia, la más triste: la ninfa Eco, cuya voz solo repetía lo que le dijeran, se prendó con locura de él, que también la despreció y la sumió en el desconsuelo, por eso la diosa Némesis lo castigó de la peor manera: lo hizo verse en el espejo de un río cristalino.
Narciso se quedó absorto en el abismo de su propia figura, y a él como a todos los demás le pasó que se enamoró de esa belleza sin par que desde ese día se le volvió un lastre y una maldición. Por eso, desde finales del siglo XIX, los psiquiatras y luego los psicoanalistas empezaron a hablar del ‘narcisismo’ como el síndrome patológico de aquel que se envanece y se obsesiona con su propia imagen y su propia voz, su propio mundo.
Al principio, el narcisismo se pensaba más bien como una especie de aberración: el ‘autoerotismo’, la pasión desenfrenada que alguien podía oficiar sobre su propio cuerpo. Era sobre todo una línea de investigación y un absurdo prejuicio en torno a la vida de los homosexuales, hasta que Freud y sus discípulos, en especial Otto Rank, empezaron a asociar el concepto con un problema más profundo, la tragedia del que se enamoraba de sí mismo.
El problema no es solo el del individuo que padece el “narcisismo maligno” sino también el de la sociedad toda cuando ese mal se vuelve un fenómeno colectivo, un trauma universal.
En 1964 el psicólogo social Erich Fromm acuñó una expresión brillante que define de forma perfecta lo que el narcisismo significa de verdad: el “narcisismo maligno”, que no es otra cosa que la enfermedad muy grave de quienes son incapaces de reconocer al prójimo, aceptarlo, irarlo, acogerlo como un hecho legítimo de la vida en sociedad. Sus inseguridades y traumas son tan profundos, que su iración por lo suyo es una trágica manera de ocultarlos.
El narciso es un poseso de sí mismo: un ser roto y carcomido por dentro que sublima y magnifica sus atributos y virtudes para acallar con ellos, que en su universo son los únicos que cuentan, los únicos que hay, su atormentada relación con el mundo y los demás. En ese sentido, el narciso es también un ser tóxico, dañino y totalitario: un egoísta que proyecta en su vanidad todas sus miserias y frustraciones, la certeza incurable de su propia pequeñez.
El narciso nunca reconoce sus errores, jamás, por el contrario los cree un gran acierto, un don que los otros son incapaces de aplaudir y celebrar; el narciso solo escucha su voz, embelesado con ella, por eso le sube el volumen cada vez más; el narciso (esto es clave, y es lo peor) cree que todo lo que ocurre en el mundo, todo, tiene que ver con él o con ella, como si cada suceso fuera un pretexto, un instrumento de su magnificencia.
Por eso, decía Fromm, el problema no es solo el del individuo que padece el “narcisismo maligno” sino también el de la sociedad toda cuando ese mal se vuelve un fenómeno colectivo, un trauma universal. El ejemplo clásico es el de la Alemania nazi, un pueblo que profesaba la religión de su propio ser, el culto de sus conquistas y valores, su grandeza, su poder; y al mismo tiempo un pueblo derrotado y envilecido, humillado, vacío.
Así surgió el nazismo, que era el delirio de unos mediocres ‘empoderados’, como se diría hoy: unos dementes convencidos de su destino glorioso, unos resentidos con exceso de fe en sí mismos. No es esa la única explicación de lo que pasó en Alemania después de la Primera Guerra Mundial, claro que no, pero ese fenómeno resulta inexplicable sin el componente síquico del narcisismo masivo que Hitler, un narciso pavoroso, desató.
No sobra recordarlo hoy que la humanidad vive un nuevo brote de narcisismo agravado e insaciable, quizás como nunca antes en la historia.
Porque nunca antes los narcisos tuvieron Twitter.
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