En ejercicio de su función como tribunal de oficio en el control de constitucionalidad de los tratados internacionales celebrados por Colombia, la Corte Constitucional ha declarado exequible –por fin– la Ley 2273 de 2022, aprobatoria del Acuerdo Regional sobre el a la información, la participación pública y el a la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe, adoptado en Escazú (Costa Rica) el 4 de marzo de 2018. Procede ahora, en el ámbito internacional, su ratificación por el Presidente de la República, lo cual implicará que Colombia asuma las obligaciones, derechos y cargas que son objeto del pacto celebrado.
Es un fallo trascendental, no solamente por haber disipado las dudas de algunos sobre posible afectación de la soberanía nacional, sino por la jurisprudencia que sienta el alto tribunal acerca de la cuestión ambiental, los compromisos estatales al respecto y la actividad que debe desarrollar.
Según el Principio 10 de la Declaración de Río de Janeiro de 2012, suscrita por países de América Latina y el Caribe en el marco de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible, los Estados firmantes asumieron el compromiso de garantizar en sus respectivos territorios los derechos de a la información, a la participación y a la justicia en asuntos ambientales, a la vez que reconocieron la necesidad de iniciar un proceso con miras a la asunción de un instrumento regional que concretara las pertinentes obligaciones.
En numerosos instrumentos de derecho internacional se ha hecho explícita la responsabilidad, en cabeza de todos los Estados, de asegurar y proteger efectivamente el medio ambiente, de garantizar el a la información y de plasmar y ejecutar procedimientos judiciales y istrativos con tales fines.
Colombia suscribió el Acuerdo, pero –hay que decirlo– retrasó demasiado –más de seis años desde la firma– el proceso de aprobación, control constitucional y ratificación.
En Escazú hubo consenso entre los gobiernos sobre el propósito común de promover –con mayor eficacia– el desarrollo sostenible, el a la justicia en materia ambiental, la fluidez de la información ambiental y la adopción de medidas a nivel nacional, regional y local, siempre con el cometido de preservar la vida digna de los habitantes. Lo cual, en cuanto se refiere a Colombia, encaja en las previsiones de la Constitución, cuyo artículo 79 declara que todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano y ordena al legislador garantizar la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo”. Es deber del Estado –dice la norma superior– proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines”.
Según el Acuerdo de Escazú, los países se comprometen, entre otras obligaciones, a garantizar el derecho de toda persona a vivir en un medio ambiente sano; a adoptar todas las medidas necesarias, de naturaleza legislativa, reglamentaria, istrativa u otra –en el marco de sus disposiciones internas–, para la implementación, aplicación y desarrollo de lo pactado; a velar por que los derechos reconocidos en el Acuerdo sean libremente ejercidos; a proporcionar al público la información necesaria para facilitar el conocimiento sobre los derechos en materia ambiental; a asegurar el derecho de participación del público en la toma de decisiones sobre ambiente; a garantizar el derecho de a la justicia en asuntos ambientales, de acuerdo con las reglas y garantías del debido proceso, así como la posibilidad efectiva de impugnar y recurrir los actos, decisiones o procesos que afecten la protección ambiental, obstruyan el a la información o establezcan exclusiones o discriminaciones.
Colombia suscribió el Acuerdo, pero –hay que decirlo– retrasó demasiado –más de seis años desde la firma– el proceso de aprobación, control constitucional y ratificación. Ahora, entonces, el Gobierno y el Congreso deben comenzar a trabajar en su reglamentación, desarrollo y cumplimiento.