La respuesta a la pandemia del covid-19 en el primer trimestre del año 2020 derivó en un “coma inducido” de las economías de la mayoría de los países avanzados, llevando a una de las más dramáticas caídas del PIB de la historia. En Estados Unidos, en tan solo los meses de febrero a abril, se perdieron 30 millones de empleos. Ello obligó a las autoridades a desplegar todos los instrumentos de política fiscal, monetaria, y prudencial, e inventar nuevos instrumentos para proveer liquidez, reducir las tasas de interés, y efectuar transferencias de ingresos a las empresas y los hogares de un tamaño y a una velocidad nunca vista.
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Así como el colapso fue muy pronunciado, también la recuperación lo ha sido, al crecer la economía americana a una tasa anualizada del 33,8 por ciento en el tercer trimestre de ese año, tasa dos veces más rápida que el mejor trimestre de crecimiento de la postguerra. Esta forma de “V” del comportamiento del PIB, muy pronunciada y corta, ha llevado a cuestionar la clasificación de este episodio como una recesión, ya que normalmente la reducción de la actividad económica dura varios meses (The Economist, ‘Free Exchange: Something ventured’, 7 de agosto de 2021). Sin embargo “la vigorosa pero desigual recuperación”, tanto doméstica en los Estados Unidos como internacional, ha traído problemas adicionales.
Ahora que el crecimiento económico se ha recuperado y se presenta una aceleración de la inflación, la discusión sobre el futuro de la política monetaria se centra en: (i) cómo, en qué secuencia y que tan rápido desmontar las compras masivas de papeles públicos (bonos del Tesoro) y privados (hipotecas, acciones, papel comercial ,etc.) y cómo reducir los inventarios masivos de estos activos (comprados con emisión) en los balances de los bancos centrales?; (ii) en qué momento comenzar a “normalizar” los niveles de las tasas de interés de los bancos centrales, de niveles muy negativos en la Unión Europea y de cerca de cero en los Estados Unidos, sin “descarrilar” la recuperación?, y (iii) cómo contener los déficits fiscales y los aumentos explosivos de la deuda pública, y recuperar para la política monetaria más independencia y que no se perciba que los bancos centrales están simplemente financiando los déficits fiscales masivos del gobierno?
La política económica se complica cada día más, ya que relaciones que se daban por estables ya no lo son. No es vano el dicho de que “a los banqueros centrales se les paga para que se preocupen”.
Estas decisiones de política se han complicado enormemente en vista de: (i) la reciente incertidumbre adicional sobre la velocidad de la recuperación económica y la reducción del desempleo que ha generado la mutación delta del virus del covid y una nueva ola de contagios. Hay que señalar que todavía el desempleo se mantiene relativamente elevado en los Estados Unidos (5,4 por ciento), con algo más de 6 millones de empleos que no han retornado a pesar del rápido crecimiento; (ii) la dualidad entre los sectores económicos intensivos en interacciones cara-a-cara en el sector de servicios (como los restaurantes, hotelería, transporte, etc.) y aquellos del sector manufacturero y de servicios profesionales remotos que se han recuperado rápidamente; y (iii) la complejidad en interpretar lo que indican los diferentes índices de precios, a fin de determinar las causas de la rápida aceleración de la inflación (5 % en los Estados Unidos) y si ello obedece a factores transitorios –por cuellos de botella más bien puntuales (congestión en los puertos, falta de contenedores, escasez de “chips” para la industria automotriz, etc.)– o si obedece a presiones más permanentes que anticipan un alza sostenida de la inflación por encima de las metas de los bancos centrales (J. Powell, ‘Macroeconomic Policy in an Uneven Economy’, Reserva Federal, Jackson Hole, 27 de agosto de 2021).
Las fuerzas deflacionarias resultantes del cambio tecnológico, la globalización, el envejecimiento de la población, junto con la mayor confianza en los bancos centrales, bien pueden continuar, pero no hay certeza. De otra parte, la contribución al aumento del Índice de Precios al Consumidor (IPC), a partir de la crisis del 2008, se ha vuelto más sincronizado alrededor del mundo, con la contribución al aumento de precios internacionales de los productos básicos (diferentes al petróleo), las devaluaciones de las monedas de referencia, los shocks a las cadenas productivas, el aumento del comercio internacional, entre otros, de manera que “la inflación del I está siendo crecientemente determinada en el exterior, mientras que la inflaciones de los índices básicos (core) y salariales todavía se determinan básicamente por factores domésticos (a cada país)” (K. Forbes, ‘Inflation Dynamics: Dead, dormant or determined abroad?’, Brookings Papers on Economic Activity, Otono, 2019). En otras palabras, la brecha entre los determinantes externos e internos de la inflación se ha ampliado en los últimos 25 años, modificando su dinámica tradicional. Así, la participación del componente externo global del I Americano pasó del 27 por ciento en 1990-94 a casi un 57 por ciento en el 2015-17, al crecer el peso de los productos importados, el impacto de cambios de la demanda externa, las tasas de cambio dólar-yuan, y los márgenes de utilidad de los exportadores. Es posible que los diferentes índices de precios den señales no suficientemente claras a los encargados de las decisiones de política monetaria. La política económica se complica cada día más, ya que relaciones que se daban por estables ya no lo son. No es vano el dicho de que “a los banqueros centrales se les paga para que se preocupen”.
FERNANDO MONTES NEGRET