Aunque cada vez parece más lejano e increíble, hubo un tiempo en que la producción, venta y consumo del alcohol fue prohibido por una enmienda constitucional en Estados Unidos. Pero a pesar de las buenas intenciones que argumentaban sus defensores, la prohibición pasó a la historia con mucha pena y poca gloria hace noventa años, convirtiéndose en una época definida por la violencia y el poderío de las mafias.
Es mucho lo que el fallido experimento de la prohibición puede y debe enseñarle a Colombia, mientras el país y el mundo entero avanzan lentamente hacia la regulación de las drogas tras sesenta años de una guerra perdida. Son varias las lecciones que pueden mostrarle a Colombia que el camino de la prohibición no solo no soluciona las preocupaciones iniciales: también crea y prolifera nuevos y más complejos problemas. Estas son algunas enseñanzas que, luego de 90 años del final de la prohibición, aún debemos aprender como país.
Como punto de partida, la prohibición comenzó como una buena causa, sumando diversas iniciativas religiosas, sociales y políticas. Lo que el presidente Hoover en su momento llamó “un experimento noble” buscaba lo que han procurado la mayoría de los proyectos de prohibición, como la posterior guerra contra las drogas: construir sociedades más seguras, más pacíficas y apegadas a los ideales morales y religiosos. Pero las buenas causas no son suficientes y en el camino pueden conducir a escenarios peores que los males que inicialmente buscaban enfrentar. En ese sentido, es cada vez más claro que la violencia de la prohibición y el consecuente brote de negocios clandestinos causó muchos más estragos sociales en materia de violencia e ilegalidad que los que en un comienzo representaba la venta regulada de bebidas alcohólicas.
Por otra parte, la prohibición condenó a una generación entera a las trampas de la ilegalidad y definió una era bajo el nombre del terror. La que pudo ser una época de innovación y desarrollo tecnológico del periodo entreguerras terminó siendo una década perdida de lucha contra un enemigo absurdo que no dejó ningún saldo positivo para su nación. Es difícil imaginar los años veinte y los comienzos de los treinta sin pensar en los sonidos del rag piano de Scott Joplin y las emergentes orquestas de jazz, acompañadas por los excesos del alcohol en todas las capas de la sociedad norteamericana. En ese sentido, la prohibición no evitó de ninguna forma el consumo en decenas de millones de personas, quienes con facilidad encontraban a licores de contrabando, o de fabricación artesanal y farmacéutica. Cuenta la historia que, en una visita a Nueva York en 1929, el entonces alcalde de Berlín inocentemente preguntó, en medio de los visibles excesos de la ciudad, cuándo entraría en vigencia la muy discutida prohibición. Ignoraba el alcalde que para aquel entonces esa política sumaba nueve años, aunque en la práctica pocos la respetaban. En aquel entonces, y ahora, el prohibicionismo brilla por su estruendosa inefectividad en el control del consumo ante la altísima oferta y demanda.
En tercer lugar, la prohibición —y su consiguiente incentivo a la clandestinidad— deja como una de sus mayores consecuencias la corrupción en casi todas las instituciones de la política y la sociedad. Mientras las rentas de la ilegalidad son tan altas e imposibles de controlar, la consecuencia para la ciudadanía no solo es la inclemente violencia, sino también la corrupción dentro de instituciones que deberían proteger a la población, como las policías y los gobiernos locales. Esto retrata una de las mayores paradojas en la naturaleza del prohibicionismo, cuyo principal objetivo es construir una sociedad más apegada a los principios morales, pero termina fomentando la corrupción y la cultura del dinero fácil y de la violencia.
El prohibicionismo brilla por su estruendosa inefectividad en el control del consumo ante la altísima oferta y demanda.
También, prohibir la venta de sustancias con alta demanda entre la ciudadanía es acabar con los controles sanitarios que permiten mayor seguridad para los consumidores. No solo la prohibición benefició enormemente a las economías ilegales, sino también afectó de manera directa la salud de los millones de consumidores, quienes fueron dejados a merced de las mafias. Los miles de muertos por cuenta de envenenamiento por adulteramiento de las bebidas durante los años de la prohibición no están lejos de los casos de sobredosis y adicciones por desinformación que ha dejado la guerra contra las drogas. En ese sentido, la regulación es un necesario camino hacia el control sanitario y la seguridad de los ciudadanos.
Pero quizás la lección más importante que le dejó al mundo el experimento de la prohibición es que con su final se rompieron muchos mitos antes aceptados como verdades. Al terminar esa era no llegó el fin de todos los valores ni la destrucción de la moral que tantos defensores de la ‘ley seca’ vaticinaban, ni la legalidad en el al alcohol invitó a los menores de edad a convertirse en consumidores, ni el alcoholismo invadió los hogares de todas las familias. En cambio, estructuras mafiosas como la que alguna vez encabezó ‘Al Capone’ perdieron su principal fuente de ingresos y sus repertorios violentos perdieron su mayor insumo. Por otro lado, la figura de los Estados recuperó el control sanitario de la producción y un significativo recaudo de impuestos. La firma en un papel que condujo a la regulación del alcohol logró vencer a los enemigos públicos de la mafia que todo el esfuerzo de la policía y agencias como el FBI no había podido detener.
Luego de estas conclusiones, noventa años después del final de la prohibición en Estados Unidos, es urgente reconocer que la decisión política de prohibir nunca logrará acabar con el tráfico y el consumo de sustancias como el alcohol o las drogas, y en cambio sí dejará un saldo gravísimo de violencia, ilegalidad y corrupción cuyo nefasto legado tardará décadas antes de desaparecer. Así mismo, la turbulenta historia de Colombia es prueba de que las consecuencias del prohibicionismo en materia de violencia y de salud pública son significativamente mayores que los innegables riesgos de la regulación.
Si queremos acabar con la absurda violencia en Colombia, es hora de regular.
FERNANDO POSADA