Cuando el presidente Eduardo Santos revivió la costumbre, olvidada por décadas, de que fuera el jefe de Estado quien inaugurara el año lectivo de la Universidad Nacional, al hacerlo en 1939 pronunció las siguientes palabras: “La universidad colombiana debe ser motivo de orgullo para todos, es decir que sea prestigioso centro de estudio y sabiduría, de investigación y de preparación, un gran foco de cultura que a la vez garantice a sus estudiantes la más completa y eficiente idoneidad profesional y ofrezca un estímulo decisivo para la cultura desinteresada, para obras científicas y literarias, que le dé su verdadera significación espiritual”.
A su vez, el educador Agustín Nieto Caballero, a la sazón rector de la universidad, complementó lo expuesto por el presidente Santos añadiendo: “La universidad debe ser la conciencia esférica de la patria, que abarque el paisaje geográfico y el paisaje espiritual, los problemas de la tierra y el hombre, el pretérito y el futuro de la nacionalidad”.
He traído a colación el pensamiento de estos dos reconocidos intelectuales para poner de presente que para ellos, el papel de la universidad no se reducía a formar profesionales a secas, sino que era necesario inculcarles espíritu, que es aquello que le infunde dignidad a la persona y le permite trascender frente al mundo que la rodea. En otras palabras, involucrarlos en el humanismo a través de las humanidades. Esa visión humanística de la universidad, expuesta hace setenta años, mantiene vigencia, como que las más prestigiosas universidades del mundo están empeñadas en incluirlas de nuevo en el plan de formación de sus estudiantes.
A las preguntas ¿qué funciones se podrían atribuir a las humanidades y qué se puede legítimamente esperar de ellas?, el humanista Ramón de Zubiría respondió: “Ante todo, que ayuden al ser humano a vivir, a dar satisfacción a las múltiples apetencias de su espíritu, a abrirle perspectivas de conciliación que le permitan subsistir en medio de las fuerzas en conflicto que lo rodean, que lo acompañen a recuperar el sentido de su destino”.
El mundo actual se caracteriza por el imperio del mercantilismo y de las costumbres frívolas. La ciencia y la tecnología han apabullado de tal manera al ser humano que la inteligencia natural ha venido siendo sustituida por la inteligencia artificial de los aparatos. Los jóvenes de hoy, los millennials, o generación digital, dependen más de máquinas o aparatos que de sus propias capacidades. Esto les impide levantar la vista para fijar sus ojos en los del otro, su congénere, otro ser humano. Razón hay para pensar que la llamada cuarta revolución industrial, no obstante sus grandes aportes al bienestar de la humanidad, se vislumbra como una de sus grandes amenazas, originada en la deshumanización del ser humano. Entonces se corre el peligro de que la solidaridad y la dignidad tiendan a desaparecer.
Frente a lo anterior, la universidad, además de las disciplinas propias de cada profesión, está obligada a la formación humanística de sus estudiantes, que incluye –como ya se dijo– la formación política. Infortunadamente, el mercantilismo ha llevado a algunas universidades del sector privado a contaminar de utilitarismo materialista su misión primigenia, idealista, convirtiéndolas en fábricas de profesionales. Para ello, los programas académicos que se ofertan los impone el mercado, que necesita técnicos a secas y no profesionales de verdad, con bagaje humanístico, ético y estético.
No hay que olvidar que es más fácil que un profesional formado exclusivamente para provecho personal caiga en el afán de lucro, y en otros desvíos éticos, que aquel culturizado para servicio y provecho de la sociedad. Bien decía el filósofo inglés Bertrand Russell que la educación tiene dos fines: formar la inteligencia y preparar al buen ciudadano.
Fernando Sánchez Torres