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La vida lenta

Hay algo de esto en el debate actual sobre la edad razonable para pensionarse.

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Descubrir poco a poco el valor de la vida lenta es uno de los privilegios de la vejez. Claro, hablo desde mis casi 80 años y aun así, fue un paulatino y largo aprendizaje porque hasta los 70, mi vida fue un fluir incesante de actividades, de compromisos, de fechas impostergables, de viajes, de encuentros y de citas diarias.
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Hay algo de esto, y no menos importante, en el debate actual sobre la edad razonable para pensionarse. Y sí, razonable porque uno, una, debe tener ese derecho de proyectarse en otra vida, una vida lenta que le permita mirar el mundo sin precipitación y con lo que le ha enseñado la vida de antes, esta vida con calendario (digital, claro está), con horarios, con fechas, con afanes, con compromisos y con dolores de cabeza y de estómago.
No obstante, la vida lenta no significa una vida vacía e indolente. Por el contrario, es el momento en el que, desde ese derecho a una pereza pensada, uno puede por fin reconocer la densidad y la riqueza del ayer y lo frágil y precario del mañana; es estar dispuesta a vivir intensamente los años que quedan con la lúcida convicción de que pueden ser los últimos –o por lo menos los últimos en poder vivirse intensamente–; es ya no posponer los sueños y hacerlos realidad en la medida de lo posible. Es también estar lista para el dolor de la pérdida, de las pérdidas, de los amigos y las amigas que se van.
Uno, una, debe tener ese derecho de proyectarse en otra vida, una vida lenta que le permita mirar el mundo sin precipitación y con lo que le ha enseñado la vida de antes.
Es convencerse de que la generación de los hijos, hijas, nietos y nietas sabrá –con experiencias renovadas, con nuevos saberes generados por un mundo cambiante, qué les pertenece, sin olvidar los legados que les han dejados sus padres, abuelos y abuelas– tomar las riendas pertinentes para que este mundo siga fluyendo en los mejores términos posibles. Cometerán errores como los cometimos nosotros, nosotras, cuando jóvenes, pero esto es el precio de la transmisión de saberes, no hay de otra.
Ahora, sé que lo que propongo con esa vida lenta, con ese coraje para dejar una vida profesional en la cual nos pensábamos irremplazables, es una decisión difícil para todos y todas, aun cuando más difícil para los hombres que para las mujeres. Creo sinceramente que las mujeres profesionales y estas mujeres que han trabajado toda la vida no temen retirarse, porque ellas han aprendido mucho mejor que los hombres el valor de la vida lenta, el valor de las pequeñas cosas, de compartir un buen café o un té de hierbas con las amigas, el valor de reencontrar de manera renovada lo adentro, lo doméstico, lo lento y nunca más lo obligatorio.
Conozco muchos hombres de mi edad, pensionados tristes, vacíos, preguntándose cómo manejar ese adentro, ese doméstico que nunca lograron entender ni domar. Por supuesto, los hombres de la generación de nuestros hijos y nietos ya tuvieron, gracias a sus madres y abuelas feministas, que aprender a orientarse en una cocina y con el teléfono en la mano, lograr una receta sin demasiada dificultad y, además, dejando la cocina limpia... Ellos sabrán más tarde apreciar el valor de una vida lenta.
Los mayores, con sus 75 o incluso 80 años, que aún se aferran a una vida profesional creen que nadie puede hacerlo mejor que ellos. Yo personalmente creo que no saben lo que se pierden; a estas edades, hay un mundo que es posible vivir de otra manera, con otros goces, aprendiendo otros saberes y mirando con toda la calma y el amor posible hacia adentro.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad

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