Yo trato de entender el asunto: para pagar debo ir al botón de pago y se debe desplegar una pestaña donde, mediante un PSE, podré pagar esa cosa. No lo logro. Vuelvo a hacerlo, estoy pensionada, tengo tiempo. ¿Dónde está esa pestaña? Me desespero. Llamo a un hijo. Lo interrumpo. Me dice que en ese momento está ocupado. Decido que lo haré más tarde y me sumerjo en una de las novelas de Annie Ernaux que no había leído aún. Y ahora, algo pasa con mi Netflix. Me bota subtítulos. Madre: para quitar los subtítulos tienes que entrar con el control del televisor, no con el de Netflix. Lo intento. Repaso. No lo logro. Esperaré hasta el sábado cuando de pronto alguien me pueda ayudar.
Encima de todo, hace poco compré un celular para reemplazar el viejo que tenía. Había una promoción y compré una marca china. Luego, uno de mis hijos me advierte que con esa marca no es posible bajar todas las aplicaciones ¿Qué diablos significa eso? Y, además, el de mi edificio me anuncia que desde ahora la istración se pagará por Nequi. ¿Qué es Nequi? Es una app y la bajas fácil, me dice una amiga. La descargo (después de una hora), pero no reconoce mi huella dactilar.
Odio este mundo. Recibo una llamada por WhatsApp de mi hermano. Está hospitalizado. Me equivoco de tecla en el celular y sin querer le cuelgo. Lo vuelvo a llamar. Ya no lo logro ar. Lloro. Mis hijos me consuelan. Ya llamará de nuevo, me dicen. Me encierro en mi alcoba con lo único que logro manejar con propiedad: mi novela. ¡Y que el mundo se derrumbe!
Ya lo que tengo, lo que sé, lo llevo puesto: mis certezas, mis recuerdos, mis olvidos y mi propia vida.
Hace algunos días pensé en todo esto y me acordé de mi madre. Ella murió a finales de los años ochenta. Y agradezco a los dioses que haya sido así. Lo más moderno que tenía era un fax. Que si lo pienso bien, era un aparato simple, fácil, intuitivo y muy útil. En mi caso, estoy harta de sentirme inválida. Como si mi mente hubiera retrocedido. Como si hoy hubiera cambiado de planeta. Y también lamento que los momentos breves de visitas de mis hijos se vuelvan sesiones de aprendizaje de este mundo frío de pantallas ya sin tener el tiempo de preguntarles cómo están. Sin poder hablar de novelas, películas o noticias de la familia. Sin detenernos a mirar una puesta del sol. Sin tiempo para degustar unas magdalenas de un nuevo pastelero del barrio. Yo ya no quiero aprender nada. Ya lo que tengo, lo que sé, lo llevo puesto: mis certezas, mis recuerdos, mis olvidos y mi propia vida.
Hace poco di una conferencia en una biblioteca de un barrio capitalino. Fue una charla de dos horas. En el público estaba sentada una señora de edad tratando de hacer algo con su celular. No me escuchaba, machucaba su celular y se desesperaba. Se terminó la charla y me acerqué a ella, algo intrigada. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que la opción de fotos de su celular se había dañado y que su hija le había dicho que tenía que tomarse una foto conmigo. La abracé y le dije que no importaba la foto. Y que no sufriera por este mundo. Que nos teníamos las dos y que su hija me busque en internet. Y que no nos jodiera la vida, que ya bastante tenemos con este mundo frío, arruinado y tecnológico.
Nota: Por favor, vayan a ver la película Louise (Cine Colombia), una adaptación de la novela Canción dulce, de Leila Slimani (Premio Goncourt 2016). Vale la pena. Plantea múltiples problemas de la vida a veces tan cotidiana y de las implicaciones de la maternidad, entre otros, temas finalmente profundamente políticos.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad