Después de escuchar el monólogo de Carolina Sanín que desató un verdadero tsunami mediático, tengo que confesar que ya no sé cómo nombrarme. Ya no sé si soy una feminista excluyente, es decir, una feminista transfóbica, una feminista que pide una redefinición de lo que significa la palabra ‘mujer’ o sencillamente una mujer que hasta estos días no había pensado mucho que era necesario calificar su manera de ser en el mundo. Ya no lo sé. Ni siquiera ahora sé si una mujer feminista, heterosexual asumida, blanca y además con un acento francés pueda meterse en un debate sobre la cuestión trans.
Es un hecho que en Colombia los derechos de la población trans son reiteradamente vulnerados, y en este sentido me parece muy importante que volquemos nuestra atención al tema. Este es un debate serio, eminentemente académico, que exige reflexión y sigue siendo sensible para una gran parte de la población que asume una postura, a veces, sin datos actualizados y sin comprender lo que está verdaderamente en juego para la vida de las personas trans. En ese sentido, es urgente escuchar y aprender sobre sus experiencias y defender, hasta donde podamos hacerlo, sus derechos. Yo, como feminista, nunca he tenido dudas al respecto y desde hace bastante tiempo, quizás unos 25 años, cuando apenas se hablaba de ellos y de ellas en Colombia.
Ni siquiera ahora sé si una mujer feminista, heterosexual asumida, blanca y además con un acento francés pueda meterse en un debate sobre la cuestión trans.
Por esto me resulta inquietante que se nos obligue a tomar posturas radicales y absolutas, a asumirnos como aliadas u opositoras para validar o invalidar nuestra sororidad y empatía. El hecho de poner sobre la mesa una discusión atravesada por el lenguaje y lo simbólico o de cuestionar ideas no puede ser motivo para convertir a las mujeres en enemigas del transactivismo ni dar lugar a la cultura de la cancelación; eso es justamente hacerle el juego al patriarcado.
Defender las identidades y experiencias de las mujeres cisgénero no está en contravía de reconocer las identidades y experiencias de las mujeres trans, tampoco reivindica la idea de la existencia de mujeres reales y mujeres impostoras; simplemente, como bien lo dice Carolina, se trata de dos experiencias diferentes que no se excluyen y que pueden aportarle mucho la una a la otra. Enfrascarnos en estas discusiones convierte las luchas del feminismo y el transactivismo en un circo donde el más puro conservadurismo se ríe de nosotros, cuando en el fondo todos y todas tenemos fines comunes ligados a una agenda progresista. A veces, este ultrarrefinamiento de los discursos identitarios alimenta un fanatismo contraproducente que tiene secuestrado el discurso alternativo.
Ya sé, me van a crucificar; de hecho, ya me han tildado de “femiblanca, liberal, academicista”. Pero lo bueno de tener casi 80 años es que, de verdad, poco me importa: asumo plenamente mis escogencias. Apoyaré hasta donde pueda hacerlo la lucha de las personas trans, pero sin concesiones ante el hecho de que algunos grupos piden ahora que nos nombremos y definamos; esto no lo haré. Yo soy una mujer feminista y punto. Que me pongan un calificativo, el que sea. Soy feminista desde hace 50 años y lo seré hasta mi muerte. Sin calificativos.
FLORENCE THOMAS