Es fácil caer en la tentación de tildar de ineficientes a los alcaldes a la hora de combatir la inseguridad ciudadana. En últimas, existe una equivocada interpretación frente a la distribución de competencias constitucionales entre las autoridades locales y nacionales, lo cual, a su vez, dificulta la formulación de estrategias coordinadas para combatir dicho flagelo.
El comandante supremo de la Fuerza Pública es el Presidente. Sobre él recae la responsabilidad del diseño y ejecución de las políticas para garantizar el orden, la seguridad nacional y la salvaguarda de la soberanía. Los alcaldes, por su parte, son la máxima autoridad istrativa en los municipios y distritos. Están llamados a formular los planes integrales de seguridad y convivencia ciudadana y a fomentar una armónica colaboración con los de la Fuerza Pública. Podrán destinar recursos para fortalecer las capacidades de policía que le permitan luchar contra el crimen. Sin embargo, tanto el Presidente como los alcaldes, a pesar de la distribución de sus funciones, son conjuntamente responsables de la seguridad ciudadana, máxime cuando está en riesgo el orden público.
Al difícil escollo que representa esa confusa coexistencia de mandatos constitucionales se le suma la falta de una visión integral para atacar el problema de la inseguridad. Asuntos que van desde la distribución del pie de fuerza, la formación de la policía, la integración de políticas sociales y la relación entre los grupos armados y la criminalidad organizada son ejemplos de cómo se requiere una colaboración armónica entre las autoridades locales y nacionales.
Si bien la inseguridad no se resuelve exclusivamente aumentando el número de policías, su ausencia puede contribuir a la proliferación del crimen por la falta de capacidades de control territorial. Tómese por ejemplo una ciudad como Bogotá. Allí residen casi 9 millones de personas, es decir, prácticamente el 20 por ciento de la población nacional. Su pie de fuerza es considerablemente inferior a lo que dictan estándares internacionales o, incluso, al de otras ciudades en Colombia. En la capital hay en promedio unos 230 uniformados por cada 100.000 habitantes, cuando mínimo debería haber 350. Eso sin contar que muchos de ellos cumplen labores istrativas y otros tantos, funciones como la vigilancia del tránsito. Solo en Bogotá, el déficit de policías supera las 10.000 unidades. Urge una distribución efectiva de la fuerza con base en nuevos criterios como, por ejemplo, la asignación por tasa de habitantes o por la concentración total y ponderada del delito a nivel nacional.
Pero el problema en la capital no es solo de pie de fuerza, cosa que en gran medida le compete resolver al Gobierno central. También se tiene un déficit de jueces, fiscales, URI, capacidades de inteligencia judicial y cupos carcelarios. La inseguridad seguirá haciendo estragos mientras no se entienda que urge una reforma de la justicia que permita agilizar procesos y judicializar efectivamente a los responsables. Un sistema judicial que además contenga pautas serias de resocialización. Las elevadas tasas de reincidencia, además de minar la confianza de una ciudadanía cada vez menos proclive a denunciar, sirven como incentivo perverso para la criminalidad. Esta clase de reformas requieren de un debate que no se puede dar únicamente a nivel local y de presupuestos que dependen exclusivamente del Gobierno Nacional.
Como si no bastase, los fenómenos de macrocriminalidad que se extienden en gran parte del territorio colombiano son el reflejo de la incapacidad de la istración central de contener a los grupos organizados y sus economías ilícitas. La violencia del campo se está trasladando a las ciudades. A las capitales están llegando estructuras armadas por medio de su alianza con bandas urbanas que alimentan el ciclo de las rentas ilegales producto del microtráfico, el hurto, el contrabando, el tráfico de armas, entre otras. Hay un proceso de sofisticación del crimen, cimentado en la existencia de complejas redes de delincuencia urbano-rurales con impacto nacional. Ya no se trata de unos bolsilleros o unos cuantos desadaptados. La inseguridad ciudadana, entonces, se nutre y empeora la situación de orden público en general.
Finalmente, la delincuencia se alimenta también de las enormes brechas socioeconómicas. El desempleo, la falta de oportunidades, la ausencia de esquemas educativos sólidos y de entornos comunitarios solidarios se convierten en un caldo de cultivo para que prosperen las actividades ilícitas y para que jóvenes sean presa fácil de las estructuras del crimen. La inseguridad se combate principalmente mediante la adopción y la financiación de políticas sociales sostenibles acordadas entre las alcaldías y el Gobierno Nacional.
Es evidente que se deben revisar y corregir las fallas en la implementación de las estrategias locales de seguridad. Pero no es suficiente. A los mandatarios municipales es preciso acompañarlos y al Presidente le corresponde, como jefe supremo de la Fuerza Pública y del Estado, tomar las acciones sin miramientos. La seguridad no es un chiste ni tampoco una bandera electoral que se pueda izar victoriosamente con el fracaso de los opositores políticos. Nadie puede lavarse las manos; de por medio se encuentran los derechos más fundamentales de una ciudadanía que exige vivir sin miedo.
Ñapa: Se incumplió la promesa de una presta reconstrucción de la isla y todavía hay raizales en Providencia que duermen en carpas.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI