No se han silenciado las cacerolas ni los estallidos de las granadas lacrimógenas. Tomará meses de estudio, análisis y reflexión entender todo lo que pasó. Aquí, en vez de intentar explicar un fenómeno de semejante complejidad, queremos tratar de dilucidar algunas de sus consecuencias:
La efectividad de la protesta en modificar profundamente la agenda política nacional tiene un efecto catalítico que augura la utilización de este instrumento legítimo de expresión con una frecuencia cada vez mayor, para lograr respuestas del Estado o de la sociedad.
A las marchas convergieron tal diversidad y amplitud de causas que el Estado no podrá abordarlas y tramitarlas todas. Veremos a un gobierno derivando hacia un diálogo con los actores más institucionalizados, como los sindicatos, dejando por fuera muchos otros intereses que fueron protagonistas importantes. No creo que los jóvenes que protestaban por las aletas de tiburón se sientan realmente representados por los bien alimentados burócratas de la CGT o Fecode.
La agenda de reformas económicas que impulsaron los manifestantes tiene un sesgo claramente populista que va en una dirección contraria a lo que necesita el país en materia de generación de ingresos no tributarios como el petróleo, la reforma pensional y la tributaria, por ejemplo. Eso llevará a que se agraven las perturbaciones macroeconómicas que enfrenta hoy el país. La protesta se traducirá en más déficit fiscal, mayor déficit de balanza de pagos y la prolongación de los males estructurales, como la inviabilidad del régimen pensional.
El consumo, factor que parece ser el motor del crecimiento, será otra víctima de los garrotazos y los incendios de los vándalos. Una expansión frágil, que necesita el oxígeno de la confianza de los consumidores y de los inversionistas, posiblemente se resentirá de manera grave por la incertidumbre asociada a la protesta y a las posteriores negociaciones que, sin duda, proyectarán grandes dudas sobre el costo que conlleven las concesiones otorgadas a los manifestantes.
El Gobierno pretende crear una “conversación nacional” en la que ignora la necesidad de darles a los partidos políticos la participación y el protagonismo que les corresponden. A su vez, los partidos ajustarán su accionar político para cooptar electoralmente las aspiraciones de los marchantes o el miedo de los afectados. Eso llevará a un margen de gobernabilidad aún menor. De mantener Duque su aversión a integrar un gobierno de coalición, no podría hacer realidad legislativa ninguna de las promesas que haga a los manifestantes.
La percepción internacional sobre la excepcionalidad de Colombia en cuanto a su estabilidad se vio severamente maltratada con el paro. Las joyas de la corona de la región, Chile y Colombia, demostraron que no son inmunes a los terremotos sociales. Eso afectará la inversión extranjera en el mediano plazo, y si se excede el gobierno Duque en concesiones estructurales, podría afectar el ‘rating’ de la deuda externa colombiana.
Los que están interesados en demoler la Constitución de 1991, entre ellos las fuerzas que buscan coartar la protesta, la tutela y las consultas, y quienes quieren a toda costa reactivar la reelección intentarán apalancarse en el paro para justificar la necesidad de un proceso constituyente en el que puedan impulsar sus agendas ocultas. De ser así, se sembraría aún más incertidumbre.
La polarización política, alimentada esencialmente por la guerra declarada del Centro Democrático al proceso de paz, se acabó. Esta migrará ahora a una polarización entre los amigos de la mano dura y quienes con razón se sienten agraviados por los inexcusables excesos de la Fuerza Pública.
‘Dictum’. La disfuncionalidad interna del Gobierno quedó patéticamente ilustrada con la nueva embarrada de Pacho. Desgobierno interno, caos externo.
GABRIEL SILVA LUJÁN