Thomas Piketty causó gran revuelo con su obra ‘El capital en el siglo XXI’ (2013). Su tesis sobre el riesgo de colapso del capitalismo, provocado por la desigualdad estructural que crea la hiperconcentración del ingreso en manos de los dueños del capital, ha despertado profundos debates entre economistas y analistas. Para el autor, la única forma de romper esa cadena de desigualdad y empobrecimiento es con un impuesto global al patrimonio y altas tasas de tributación para los más ricos.
Independientemente de la brega que le han dado los economistas ortodoxos, el hecho es que Piketty puso el dedo en la llaga del problema crucial del capitalismo actual. Me refiero a la desigualdad. Una desigualdad que ya no es temporal, circunstancial, pasajera o fácilmente reversible con la política social. Es una desigualdad que se retroalimenta y se agrava en el tiempo. Es decir, es de carácter estructural. Esa inapelable condena a la pobreza irredimible, y a una concentración ascendente de los medios de producción, de la tecnología, de los instrumentos del poder, del ingreso y la riqueza, es la antesala al colapso del capitalismo. Y también el de la democracia.
En su segunda obra magna, menos comentada que la anterior, pero quizás mucho más relevante para la discusión política actual, ‘Capital e ideología’ (2019), el problema que se plantea es quizás más fundamental: “Todas las sociedades tienen la necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social amenazaría con derrumbarse”, dice Piketty. En el caso de Colombia, los niveles de desigualdad; el grado de la concentración de la riqueza, de la propiedad y del poder; y la incapacidad de las instituciones y de las políticas públicas para generar equidad en la distribución de los beneficios generados por la vida colectiva; además del desempleo y la informalidad, han llegado a un extremo tan significativo que son injustificables y, por lo tanto, amenazan la estabilidad de nuestro edificio social y político.
Y, lo más relevante desde el ángulo político, las justificaciones ideológicas que soportaban la legitimidad de ese orden social ya no son sostenibles. La meritocracia, la igualdad de oportunidades frente al Estado, la educación como redentor social, a libertades y derechos sin distinciones de estrato, la propiedad privada como una aspiración colectiva, la validez de premiar el esfuerzo del empresario y su capital en riesgo... ya no tienen aceptación o credibilidad en una creciente porción de los colombianos.
De allí que el surgimiento, avance y fortaleza de las ideologías de-construccionistas, revolucionarias y de clase no deben sorprender a nadie. Desde luego que esas ideologías impulsadas por los vientos de la desigualdad severa y la crisis social no son garantía de redención social, y mucho menos de preservación de la democracia y del Estado de derecho. Quizás, todo lo contrario.
Aun así, es sorprendente registrar que aquellos que tienen más que perder son precisamente los que más están ayudando indirectamente a esas ideologías. No entienden que ejercer su poder, además con la arrogancia que se observa, en favor de las posiciones de la extrema derecha, ahonda la percepción colectiva de una desigualdad sin salida. Como diría Piketty: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de las ideologías y la búsqueda de la justicia”. Más les vale a las élites que entiendan que solo aquellos que verdaderamente representan la ideología de la justicia en democracia pueden evitar el colapso del edificio.
Dictum. Que el Fiscal General se desplace al Ecuador, de urgencia, a entregar pruebas que pueden afectar las elecciones en ese país tiene, de nuevo, un inocultable sabor a intervencionismo político en un país amigo.
GABRIEL SILVA LUJÁN