Desde los albores de la Edad Media, la pena capital fue un método utilizado para castigar a los criminales, con más frecuencia, a los traidores y, en general, a todos aquellos que incomodaran al soberano. La ejecución también tenía el propósito de inculcar un profundo terror en el alma de los súbditos. De allí que se buscara que las ejecuciones fuesen masivas y lo más crueles posibles. Con la debilidad creciente de la monarquía a finales del siglo XVIII, gracias al racionalismo y la Ilustración, el propósito político del amedrentamiento colectivo mediante la condena a muerte fue cediendo espacio a favor de una ejecución más “humanitaria”.
En octubre de 1789, el galeno y hombre público Joseph-Ignace Guillotin propuso reformar el código penal francés para que la pena capital se aplicara de manera humanitaria, sin distinciones, mediante un instrumento de muerte que minimizara el sufrimiento. Guillotin se volvió el paladín de la muerte digna para los condenados. No obstante ser abolicionista, prefirió transarse por mejorar la tecnología y el procedimiento de aplicar la pena capital para hacerla menos horripilante. El 27 de abril de 1792, el nuevo instrumento, creado por Antoine Louis, bajo órdenes de Luis XVI, se estrenó con Nicolás Jacques Pelletier, asesino y asaltante de caminos.
La contribución de Guillotin fue querer humanizar la aplicación de un castigo en el que no creía. Se fue de este mundo convencido de que había hecho una contribución muy grande a la causa de la bondad, el bienestar y la justicia con la reforma que impulsó al código penal de su patria. Sin embargo, el resultado fue totalmente opuesto al que se proponía.
La agilidad y eficiencia del guillotinamiento y su supuesta ausencia de crueldad le dieron vigencia, en Francia, por cerca de dos siglos. Y esas mismas características hicieron que las decapitaciones pasaran de unos cuantos cientos de condenados al año a cerca de veinte mil durante la Revolución sa. Es decir, los resultados prácticos de los propósitos loables del doctor Guillotin terminaron, precisamente, en lo que él quería evitar: la perpetuación de la pena capital y la masificación indiscriminada de la ejecución de miles de personas, la mayoría inocentes.
Eso que le pasó a nuestro afamado doctor, el ‘efecto Guillotin’, es uno de los peores fenómenos que pueden afectar la formulación de las políticas públicas y el planteamiento de las aspiraciones populares. Con muy pocas excepciones, no se pueden cuestionar la bondad y el deseo de acertar de los funcionarios públicos o de los líderes de las marchas. El problema es que muchas de las formulaciones prácticas de esas buenas intenciones padecen del ‘efecto Guillotin’. Es decir, la ausencia de un análisis juicioso y desideologizado de los impactos que se desencadenan con la implementación de las peticiones lleva precisamente a que el resultado final termine siendo diametralmente opuesto al originalmente deseado.
Algunos ejemplos. Acabar con el Esmad llevará a ampliar el margen de maniobra para los vándalos durante las marchas y, por lo tanto, a un incremento del rechazo colectivo a la protesta legítima. Impedir la reforma pensional perpetuará los regímenes privilegiados e impedirá a los jóvenes obtener una pensión cuando lleguen a la edad madura. Prohibir a rajatabla el aprovechamiento de los recursos naturales dejará al Estado sin los recursos necesarios para la protección del medioambiente. Subir desmedidamente el salario mínimo incrementará el desempleo entre los mismos sectores que marcharon. Por el bien del país, ojalá Duque y los líderes de las marchas no sean víctimas del ‘efecto Guillotin’.
‘Dictum’. Es bueno que la terna a Fiscal General no provenga del Ubérrimo, pero inquieta que su origen sea exclusivamente de la Casa de Nariño.
GABRIEL SILVA LUJÁN