La política exterior de los Estados Unidos ha tenido siempre, en mayor o menor grado, un contenido ‘moral’. El papel del Tío Sam en el mundo está definido por una receta que contiene tres elementos: realismo, pragmatismo y moralismo. Dependiendo del presidente, el peso de cada uno de esos ingredientes varía significativamente, produciendo resultados muy diversos en el comportamiento de la diplomacia estadounidense.
Sin que existan normas rígidas, en general se observa que los mandatarios demócratas muestran una proclividad mayor a aliñar su política exterior con dosis más acentuadas de moralismo. Este comportamiento se inspira en el paradigma del ‘excepcionalismo’, es decir que los Estados Unidos tienen la misión de impulsar, promover, defender e, incluso, imponer sus valores democráticos y liberales en todo el mundo.
La defensa de la democracia, de los valores humanos, de la ley internacional, del derecho a la autodeterminación de los pueblos y el firme rechazo al uso de la fuerza, en particular a la violencia de los fuertes contra los débiles, son los principios usualmente invocados como el mantra ético de la política exterior estadounidense. Independientemente de que para muchos ese rol de ‘policía moral’ del mundo no sea más que una hipocresía o un disfraz para ocultar crudos intereses nacionales o estratégicos, el hecho es que esas consideraciones tienen un peso muy real y decisivo en el momento en que se toman las decisiones de a quién castigar y a quién premiar en su relacionamiento internacional.
Los primeros pasos y fuertes pronunciamientos de Biden, en los escasos tres meses de su llegada a la Casa Blanca, indicarían que el presidente demócrata desplegará una política exterior fuertemente influida por un ‘rationale’ construido sobre motivaciones morales, pautas éticas y principios universales. Quizás desde los tiempos de Jimmy Carter no se haya visto un presidente con tantas ganas de ser el portaestandarte global de los valores democráticos, de la lucha contra la injusticia y de la protección de los derechos humanos.
Independientemente del comprensible escozor que para algunos produce esa actitud, es una bienvenida bocanada de oxígeno para la comunidad internacional y en particular para los países periféricos, que venían sufriendo las consecuencias del matoneo de Trump y su descarado alineamiento con todos los peores sátrapas y autócratas del mundo. El ‘retorno de la decencia’ se podría llamar a esta nueva fase de la política exterior de los Estados Unidos.
Cabe preguntarse cómo le irá a Colombia en el contexto de esa nueva actitud de la política exterior del gobierno Biden. Por una parte, es altamente probable que este cambio lleve al gobierno Duque a tomar decisiones internas que lo hagan ‘verse mejor’, proyectando más interés y énfasis en temas como los asesinatos de líderes, las masacres y el proceso de paz. De ser así, el impacto de Biden empezaría a ser positivo en el empeño colectivo de frenar la indiferencia humanitaria de este gobierno. Ya hay varios analistas que señalan que las medidas para regularizar el estatus de los inmigrantes venezolanos fueron provocadas por ese nuevo contexto. Sin embargo, este gesto no será suficiente para enlistar la benevolencia y solidaridad de los Estados Unidos para con Duque.
Otra característica de las épocas en que la política exterior estadounidense asume esa actitud es que la periferia y los países intermedios generalmente tienen un mayor margen de iniciativa y una menor asimetría en la construcción de soluciones colectivas con los Estados Unidos. Así fue con el Tratado Torrijos-Carter, así ha sido con la paz en el Medio Oriente y en Colombia, así podría llegar a ser en el tema de Venezuela.
Dictum. La exoneración de Álvaro Uribe es un nocaut técnico. No ganó, le concedieron la victoria.
GABRIEL SILVA LUJÁN