El canciller Carlos Holmes Trujillo ha anunciado que Colombia liderará un esfuerzo diplomático de la mayor envergadura para lograr que de la asamblea especial de la ONU contra la corrupción surja un mandato para crear la ‘corte internacional anticorrupción’. Eso suena bien. Los pícaros y corruptos se han internacionalizado. También muchas multinacionales que interactúan con los Estados, como Odebrecht, son sembradoras y diseminadoras de corrupción pública y privada.
De allí que nadie pueda objetar que se fortalezcan los mecanismos de colaboración judicial ni que se busquen nuevas modalidades para que la cooperación entre Estados en esas materias sea mucho más ágil y eficaz. Pero una cosa es construir marcos multilaterales que ayuden a ese propósito (como las convenciones Interamericana y de la ONU contra las prácticas corruptas internacionales) y otra muy distinta es delegarle la soberanía judicial en esas materias a una remota corte internacional.
El multilateralismo y el derecho internacional vigente están siendo demolidos por las corrientes nacionalistas que prevalecen en los países más poderosos del planeta. No vemos ni a Trump, ni a Putin ni a los reyezuelos europeos modernos de la extrema derecha sometiéndose gustosamente a una jurisdicción global para que ellos o sus ministros sean procesados por supuestos, o reales, actos de corrupción. Por ejemplo, Trump ha amenazado con severas sanciones y retaliaciones si algún funcionario o militar estadounidense es juzgado o procesado en otro país, o en instancias internacionales.
El multilateralismo ha sido siempre asimétrico, pero nunca tanto como ahora. Los más débiles acatamos, mientras que los poderosos escurren el bulto. La Comisión ni la Corte Interamericana de Derechos Humanos son acatadas por Estados Unidos. La Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia no son universales y un número significativo de países no aceptan o acogen la jurisdicción de estos órganos. No vemos por qué sea distinto con una corte internacional anticorrupción.
De otra parte, la estrategia judicial internacional de EE. UU., actitud cada vez más imitada, es que sus normas, pautas, leyes y principios tienen una proyección más allá de sus fronteras. El alcance jurisdiccional de la justicia estadounidense se ha internacionalizado y pretende la universalidad. El ‘prosecutorial power’ (la capacidad de perseguir judicialmente) de los Estados Unidos es usado con creciente asiduidad como herramienta al servicio de la política internacional y como poderoso recurso en el despliegue de sus aspiraciones geopolíticas. Miren lo que ha pasado con Huawei.
Conceptualmente se podría argumentar que una corte internacional anticorrupción sería útil para morigerar el unilateralismo judicial estadounidense. Eso solo sería válido si EE. UU. y los demás poderosos aceptaran la jurisdicción de dicha entidad. Vana ilusión. A lo que conlleva otra corte más es a una agudización del multilateralismo asimétrico que caracteriza a los organismos internacionales.
Además, siendo ‘la corrupción’ no solo un asunto de debate estrictamente judicial, sino también un eje de las controversias en la política, una corte internacional se podría prestar para exonerar corruptos amigos de un régimen o condenar falsamente a opositores y líderes con ideologías distintas. Sustituir la construcción de un sistema judicial nacional eficaz y capaz de enfrentar la corrupción por un organismo remoto allende las fronteras crearía un limbo jurisdiccional que sería el deleite de los delincuentes de cuello blanco.
‘Dictum’. Al representante Ricardo Ferro lo inhabilitaron como investigador de Santos no solo por su evidente enemistad con él, sino principalmente por haber prejuzgado en múltiples pronunciamientos.
GABRIEL SILVA LUJÁN