Hay cosas que nadie puede cambiar. Entre ellas se encuentra la geografía; incluso, la geografía política. Sin decir que las fronteras son eternamente inamovibles, una visión de largo aliento demuestra con creces que, hasta las más feroces guerras, los más soberbios imperios, no han logrado deshacer para siempre las razones geográficas, culturales e históricas que hacen que unas sociedades jamás se logren amalgamar con otras.
A punta de autoritarismo, dominación y sometimiento, a veces se consigue crear la ilusión de que una nación o un pueblo se ha extinguido o se ha asimilado de manera permanente. La historia siempre se encarga de demostrar que eso no es más que un hecho pasajero. Tarde o temprano, las semillas y las raíces enterradas de una nación encontrarán un momento propicio para emerger.
Quienes apuestan a que por las armas o por actos de presión un país vecino va a desaparecer o va a terminar haciendo lo que a nosotros nos convenga, siempre terminan equivocados. Venezuela ha sido parte de Colombia; se ha separado de Colombia; ha ayudado a Colombia; ha peleado con Colombia; ha albergado ladrones, traficantes, subversivos y conspiradores colombianos; ha sido de derecha, dictatorial, militarista; y ahora es antidemocrática, autoritaria y extremista. Y después de todo ese recorrido, ahí está, ahí está, como la puerta de Alcalá.
La política del actual gobierno hacia Venezuela está construida sobre una premisa que se ha demostrado, una y otra vez, que es ineficaz. Duque se embarcó con Trump en una estrategia de “cambio de régimen” en Caracas. La literatura está plagada de estudios que confirman la futilidad de los esfuerzos para cambiar el comportamiento de un régimen mediante amenazas intervencionistas, sanciones, denuncias retóricas y persecución a sus dirigentes. Esas tácticas generalmente producen el efecto contrario: el afianzamiento.
El hostigamiento al régimen chavista ha cerrado cualquier posibilidad para que Colombia juegue un papel constructivo o protagónico en una salida negociada a la situación en Venezuela. De otra parte, si uno está en los zapatos de Maduro, con lo que ha pasado no le queda difícil presumir que el uribismo y su presidente pueden llegar a hacer de Colombia un actor, un cómplice o una plataforma de acciones bélicas o desestabilizadoras en su contra.
De allí que no deba sorprender a nadie que la revolución bolivariana considere que su protección a la guerrilla colombiana y a las organizaciones criminales es una eficaz retaguardia estratégica que los protege de posibles barbaridades a cargo de los gringos en arreglo con el gobierno Duque. Mientras Venezuela no tenga la garantía absoluta de que Colombia no será un factor facilitador de destabilizaciones o de agresiones, la situación en materia de favorecimiento de los de grupos armados ilegales en territorio venezolano no se va a modificar. De allí que de pronto es el momento de contemplar otras herramientas.
La diplomacia con Venezuela es una opción que lleva refundida ya demasiado tiempo. Es hora de revivirla y ponerla al servicio de desmontar de manera definitiva la peligrosa situación que se vive entre los dos países, que por cierto están condenados a permanecer atados indisolublemente por la eternidad. Ya es hora de que Colombia le proponga a Venezuela un Tratado de Paz, Convivencia y No Agresión, que garantice que ninguno de los dos países permitirá desde su territorio agresiones o acciones de sus ciudadanos, de los connacionales del otro o de terceros países en contra de su soberanía territorial, su integridad institucional y su seguridad nacional. Porque Venezuela, como la puerta de Alcalá, ahí está, ahí está. Y ahí se quedará.
Dictum. ‘Así lo recuerdo’, de Rudolf Hommes (2021), una memoria de vida excepcional, una crónica inédita del siglo XX, una lección de liderazgo y patriotismo.
GABRIEL SILVA LUJÁN