Yo nunca he sido miembro del Partido Conservador. Me crie en una familia santanderista, radical, liberal, llerista y galanista. Aunque yo era más bien de línea MRL. Viví bajo la herencia de 150 años de sectarismo y desconfianza permanente hacia la bandera azul. Aun así, el ejemplo del bipartidismo en otras democracias del mundo y la pedagogía civilizadora del Frente Nacional me hicieron apreciar mejor la importancia del bipartidismo y su poderosa capacidad de crear identidad política.
El ‘Partido Conservador’ está cumpliendo 170 años de existencia, y la celebración de tan señalada fecha fue realmente deprimente, no obstante los ingentes esfuerzos de los dirigentes para darle algo de lustre a semejante hito histórico. Con todo el aprecio y respeto que me merecen Ómar Yepes y Carlos Holguín, no son, precisamente, el mascarón de proa que necesita esa colectividad para relanzarse al futuro. Los encuentros programados parecían más un velorio que un jolgorio. El languidecimiento terminal del conservatismo no se debe a que esa ideología haya pasado de moda. Ese fenómeno tiene otras causas y claros responsables.
El pensamiento conservador tiene dos vertientes, que se acomodan bajo el mismo rótulo pero son radicalmente diferentes. De una parte están los que creen en la defensa de la familia, de la institucionalidad, de la justicia, de la libertad de empresa, de bajos impuestos, de permitirles a las fuerzas del mercado operar en libertad, de los derechos de las minorías... Y de la otra están los fascistas, la extrema derecha, que dice creer en todo lo anterior para conseguir votos, pero que realmente hacen todo lo contrario. Son los defensores de la guerra, de los ejércitos privados, del corporativismo, del autoritarismo, de la desinstitucionalización, del populismo económico, del nacionalismo, de la intolerancia, de la xenofobia, de la represión...
El Partido Conservador Colombiano fue, durante la mayoría de sus 170 años, fiel a unas ideas de derecha funcionales a la estabilidad del Estado y el crecimiento económico. Esa es una de las lecciones importantes que se desprenden del excelente libro de Juan Esteban Constaín sobre Álvaro Gómez. Sin embargo, es precisamente esa vertiente del conservatismo histórico la que está en extinción. Hoy, la colectividad se entregó para su mal, como incauta e ingenua jovencita, a las oscuras perversiones de la extrema derecha. En vez de aferrarse a su patrimonio de entereza moral y reciedumbre en la defensa de unos valores que urgentemente necesita Colombia, se dejó seducir por las golosinas y las tentaciones que le pusieron enfrente los fascistas.
En cierta forma, apostándoles a la evidente popularidad del jefe y a su cadena de victorias electorales, el conservatismo se resguardó –como pollitos en aguacero– bajo las alas protectoras del uribismo. Creían que por esa vía alcanzarían un resurgir electoral jalonado por las evidentes habilidades politiqueras de quien se volvió su mentor.
Paradójicamente, no es muy diferente de lo que le pasó al Partido Republicano con Trump. Para derrotar a Clinton y a Obama escogieron a un bicho raro como es el actual presidente de Estados Unidos. Y están descubriendo a las malas el desastre que significa entregar el pensamiento conservador al cuidado de un extremista de la magnitud del actual inquilino de la Casa Blanca.
Pero las cosas no pasan solas. Los que le entregaron la dócil damisela, los que le vendieron el Partido Conservador al uribismo por sus propios odios e intereses tienen nombre propio. A ellos les cabe la responsabilidad de que el Partido Conservador esté ‘ad portas’ de fenecer.
‘Dictum’. Las redes son lavadoras de conciencias. Basta con mandar una carita triste ante una atrocidad, y ya. A eso se reduce ser ciudadano en esta época.
GABRIEL SILVA LUJÁN