Es saludable que la humanidad tenga la esperanza de que pasada la pandemia las cosas van a estar mejor. En medio del aislamiento, la perplejidad y la angustia hay una explosión de buenas intenciones, de actos de contrición, de deseos de que seamos como personas y como sociedad mucho mejores. Se siente como si, por fin, se fueran a abandonar los aspectos monstruosos de la naturaleza humana para darle paso al tan anhelado ‘hombre nuevo’.
Sin embargo, cuando pensamos en cómo será el futuro después de la pandemia –desde una perspectiva enraizada en las lecciones de la historia–, surgen visiones inevitablemente menos idealistas a las que flotan hoy en el ambiente. La crisis actual dejará lecciones importantes y positivas, que ojalá escuchen los gobernantes, pero también nos heredará unas dinámicas que engendrarán una cultura política y un entorno de relaciones internacionales amenazantes.
Una de las grandes esperanzas de los idealistas es que de aquí emerja un mundo más integrado y solidario. No parecería. La comunidad internacional ha sido una entelequia inane en la lucha contra el coronavirus. Cada país, cada potencia, cada actor han enfrentado el desafío a su manera, con la lógica feroz del sálvese quien pueda. La triste lección de la pandemia es que no se puede contar con los demás y que el mejor camino es el de robustecer autónomamente las capacidades nacionales.
El instinto tribal que alimenta la discriminación, el odio racial, la xenofobia, que describe tan bien Harari en sus libros, se va a disparar acrecentado por el miedo al contagio. El cierre de fronteras y la disrupción de las interacciones sociales, culturales, intelectuales –a nivel trasnacional– no se van a suspender tan fácilmente. El sesgo existente contra lo foráneo va a escalar a un nivel irracional y patológico. Teniendo en cuenta que los ciclos de dispersión, duración, virulencia y contagio del coronavirus serán diferentes geográficamente, ya se anuncia que existirán áreas enteras del planeta convertidas en islas o guetos donde las personas no podrán salir o desplazarse por las restricciones impuestas por todos aquellos países que creen haber superado la enfermedad.
El presidente Trump ya anunció que su programa de gobierno, si es reelegido, irá aún más allá de su actual aislacionismo. El propósito nacional de Estados Unidos será convertirse en un país totalmente independiente de cualquier condicionamiento externo. Eso que llama el presidente estadounidense ‘self-reliance’ no es más que una proclama ultraproteccionista que arrastrará a lo mismo, por las buenas o las malas, a todo el planeta. El fracaso de las cadenas multinacionales de valor para mantenerse abiertas en medio de la crisis, con la consabida ruptura en el suministro de partes y componentes críticos, están convenciendo a los empresarios y a los gobiernos que la producción integrada a escala global fracasó. Así, la globalización sufrirá un retroceso gigantesco, dándole un golpe quizás mortal a la continua expansión del comercio mundial.
Finalmente, como lo describe impecablemente el último número de ‘The Economist’, la mayoría de los países, para defenderse del coronavirus, han adoptado políticas que incrementan el poder relativo del Estado de manera tal que los gobiernos pueden prácticamente hacer lo que quieran. Entre otras cosas, llevar a un nivel orwelliano la vigilancia, seguimiento y supervisión de los ciudadanos. La pregunta es si ese exceso de poder, tolerable en medio de la emergencia, estará dispuesto a regresar a su cauce una vez superada la crisis. Difícil, conociendo el apetito desaforado por el autoritarismo que impera entre los políticos y los poderosos.
‘Dictum’. Nada que se endereza el sector externo. Mucho menos ahora. A incrementar el endeudamiento público externo. Es la única salida.
GABRIEL SILVA LUJÁN