Nadie duda de que la Constitución de 1991 representó un gigantesco salto adelante en el diseño institucional que ha regido tradicionalmente a los colombianos. Existe un consenso mayoritario que reconoce que esa carta magna le otorgó a la institucionalidad de este país el contenido más democrático, representativo y participativo de nuestra historia.
‘Ad portas’ de celebrarse los 30 años de su entrada en vigor surgen voces, ‘in crescendo’, que plantean que ha llegado la hora de su revisión. El debate inicial se centra en si la adecuación del régimen constitucional vigente se puede lograr mediante una serie de ‘reparcheos’ en las instituciones o si se necesita una nueva arquitectura constitucional. Evidentemente, han surgido realidades sociales, políticas y económicas que tienen un impacto telúrico en el acontecer nacional y no se pueden desestimar, aunque se debe reconocer que muchas de estas transformaciones precisamente fueron gestadas gracias a las garantías otorgadas por la propia Constitución vigente.
No es exagerado afirmar que se percibe una creciente discordancia entre las exigencias y obligaciones derivadas de las garantías constitucionales y la capacidad del Estado de acomodarlas. Desde el punto de vista del orden público, por ejemplo, compatibilizar la protesta ciudadana –en un contexto urbano– con la protección de la vida, los bienes y los derechos de los demás ha sido un desafío creciente. Desde la óptica económica, la situación es parecida. Los derechos de los ciudadanos y sus reivindicaciones chocan cada vez más con la explícita protección constitucional de la propiedad privada, la libertad de empresa y la economía de mercado. Y en el frente fiscal es indiscutible que, con el sistema tributario actual, la sociedad agotó su capacidad de pagar por los beneficios derivados de la jurisprudencia constitucional.
De otra parte, el sistema electoral de la Constitución de 1991 ha sido funcional para otorgar representatividad a nuevas tendencias, formas de pensar e ideologías partidistas y políticas. Así lo demostraron las elecciones regionales del año pasado. Aun así, estas avenidas de representación democrática –centradas en torno a un régimen de partidos– son insuficientes e ineficaces para darle voz a la amplísima constelación de intereses que han traído a la mesa la globalización, la digitalización y la modernidad social.
El régimen territorial, sobre el cual se construye la democracia electoral, no se compadece de las corrientes localistas y de las demandas de representatividad cada vez más particulares, que no pueden ser capturadas por la estructura de poder actual de la Rama Legislativa existente. Por ejemplo, un senador, elegido nacionalmente, representa a todos, pero en realidad no representa a nadie.
Adicionalmente, la sociedad y la juventud se han desideologizado hasta el punto de que hoy se aglutinan políticamente por vía digital en comunidades y colectivos dinámicos y cambiantes, en función de temas unidimensionales, de lógicas puntuales y de asuntos específicos. Eso crea una explosión y diversidad de intereses que no necesariamente se van a sentir representados por las vías electorales convencionales. La estructura de representatividad actual, inspirada en las formas tradicionales, ya no basta para crear suficiente viabilidad democrática en medio de la complejidad del mundo contemporáneo.
Hay que dejar de volver las constituciones unos tótems inamovibles. No puede ser un sacrilegio plantearse cómo hacer a la democracia aún más profunda y legítima. Debatir sobre cómo acomodar las nuevas realidades, mediante reformas o nuevas arquitecturas, es ahondar en el camino de libertad que creó la Constitución de 1991.
‘Dictum’. La conexión entre políticos, partidos y chuzadas no se puede quedar en meros escándalos periodísticos.
GABRIEL SILVA LUJÁN