Ante un incremento muy pronunciado en la bolsa de valores, el entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, acuñó el concepto de que se estaba ante una “exuberancia irracional”. Estábamos en plena era de las puntocom, cuando millones de ahorradores invirtieron en empresas de internet cuyos modelos de negocios eran incapaces de corresponder al valor que les asignaba el mercado. Dicha burbuja estalló a finales de los noventa, con una caída estrepitosa de la Bolsa Nueva York, y llevó a que cientos, si no miles, de emprendimientos sucumbieran en la crisis.
Pues bien, hoy estamos viviendo una situación parecida, pero aún más grave. El índice Nasdaq, un buen indicador del comportamiento del mercado accionario, alcanzó el 2 de julio pasado el nivel más alto de su historia. Después de tener una baja a finales de marzo, por el susto ante la pandemia, se ha recuperado en cerca del 50 %. Este comportamiento parece bastante paradójico precisamente cuando los efectos económicos del coronavirus parecen cada vez más severos. Es como si los mercados no solo no reconocieran lo que está pasando, sino que, además, creyeran que las cosas van a estar aún mejor que antes de que estallara la pandemia.
El desempleo en los países de la Ocde no disminuirá del 15 % en promedio para el periodo 2020-2024. El tamaño de la economía global alcanzará, con esfuerzo, los niveles de antes de la pandemia solo a finales del 2022 o comienzos del 2023. La relación entre el precio de las acciones y los ingresos (P/E Ratio) de las respectivas compañías está disparada, y no se ve cómo las empresas podrán compensar a los inversionistas por lo que están pagando por ellas. Es una paradoja que parecería no tener explicación.
Las razones de esta nueva euforia que se refleja en las bolsas no se encuentran en las perspectivas objetivas de las empresas, o en el optimismo de que la pandemia pasará rápido, o en que Trump es un mago y será reelegido. La verdadera causa de lo que está ocurriendo está frente a nuestras narices: se trata de la política económica que han adoptado los gobiernos y los bancos centrales –de prácticamente todo el mundo– para intentar aliviar las negativas consecuencias sobre el empleo y la actividad económica que generaron la enfermedad y las ineludibles restricciones para controlar el contagio.
Aunque hay matices, los países han adoptado un paquete de medidas similares: tasas de interés reales negativas o cercanas a cero; expansión monetaria y provisión de abundante liquidez; adquisición institucional de activos financieros con capacidad de generar riesgos sistémicos y alivios tributarios con subsidios para consumidores y empresarios. Esas medidas se toman con la esperanza de que, tarde o temprano, logren inducir la recuperación del crecimiento alentando la demanda y el consumo, o generando inversión y sostenibilidad empresarial.
Desafortunadamente, eso no está ocurriendo. Quienes realmente tienen a reestructuraciones financieras favorables y financiación fresca a tasas minúsculas no están precisamente utilizando esos recursos para asignarlos al sector real o a la generación de empleo. Gran parte de esa “exuberancia irracional” que se ve hoy en los mercados, que no tiene fundamento en la realidad, como no lo tuvo la burbuja de las puntocom, se explica porque la liquidez, prácticamente regalada, que ha recibido la economía mundial se está asignando en una proporción significativa, de la mano de un pequeño grupo de actores, a la inversión especulativa, desatando una inflación de activos financieros, entre ellos las acciones. Y como toda pompa de jabón, cuanto más hermosa y grande se ve, más riesgo de que estalle.
‘Dictum’. El ministro Holmes se vanagloria de la operación Camaleón. Ahora el Centro Democrático se atribuye la operación Jaque. Y no les da pena.
GABRIEL SILVA LUJÁN