Luego de un año de gobierno, la preocupación de un intento populista de Petro por aferrarse al poder y por transformar la naturaleza liberal de las instituciones parece disiparse. Así haya lanzado amenazas de pasar por encima del Congreso y las cortes si no aprueban sus reformas, la sensación es que el Presidente no cuenta ni con el respaldo popular, ni con los medios de poder, para entrar en un pulso de fuerza de esa dimensión.
Las preocupaciones son otras, relacionadas con el estancamiento del país en temas como la desaceleración económica, el deterioro de la seguridad e, incluso, los retrocesos en la situación social. La suerte actual del Gobierno se jugó, quizá demasiado temprano, por la obstinación en el contenido de las reformas. La tozudez de Petro llevó a que se rompiera la coalición tan sólida que disponía en el Congreso y, de paso, al estancamiento del Gobierno.
El estancamiento es consecuencia, en esencia, de la reducción ideológica que hace Petro de los problemas del país, y del mundo en general, al asunto de quienes deben encargarse de la provisión de las necesidades sociales, si el estado o si el mercado. Las reformas, en especial la de salud, no fueron pensadas con las sutilezas y complejidades que hay en ese terreno intermedio entre la oferta pública y privada de bienes. Y, sobre todo, en que la sociedad en últimas no le importa tanto quién sea el proveedor sino que efectivamente puedan a acceder a bienes y servicios que se vuelven indispensables en la vida diaria.
Estancado por la ruptura de la coalición y por limitaciones de gestión, al Gobierno le quedan tres largos años para redefinir su rumbo.
Al trazar una línea roja en la estatización del sistema de salud, Petro no solo paralizó el trámite de la reforma sino que rompió la coalición con los jefes de los partidos y con la tecnocracia que iba a respaldarlo en su proyecto de transformación social. Difícilmente podían ceder ante una propuesta que estatizaba el sistema por principios, no por los potenciales efectos que iba a tener en la atención en salud. Luego de esta ruptura, el problema de la salud quedó en un segundo plano porque el asunto era ahora que el Gobierno no iba a disponer de un bloque sólido en el Congreso para adelantar el resto de su agenda reformista.
En la medida en que no se realizan las reformas para que exista una sensación que el país se dirige hacia una transformación social, el terreno de la política queda en manos de lo que Petro pueda hacer en movilizaciones a través de un discurso confrontacional y en gestión de gobierno. En eso no parece irle muy bien. Las encuestas confirman su mal momento.
Petro es un excelente orador, pero ante la falta de resultados el discurso que culpa al neoliberalismo y al paramilitarismo se agota. Esos argumentos solo convencen a los incondicionales. Ahora es gobierno y se supone que está en el poder para cambiar las cosas, no para sacar excusas de suprapoderes que no lo dejan gobernar. Más cuando hay escándalos que señalan que en los círculos cercanos a Petro se cometen prácticas similares a las de los poderosos de siempre.
Tampoco va bien la gestión de Gobierno. La baja ejecución, junto a mensajes ambiguos a los empresarios, no ayudan frente a la inminente desaceleración. En transición a energías limpias no hay mucho de nuevo, al tiempo que los expertos advierten de riesgos de desabastecimiento energético. No hay un incremento apreciable en programas de subsidios y ayudas sociales. Y mientras la paz total va a la deriva con procesos que tambalean, la situación de seguridad se agrava cada día.
Estancado en un discurso que no mueve masas para consolidar un proyecto político de larga duración y en la incapacidad de sacar reformas y gestionar los cambios sociales, al Gobierno le quedan tres largos años para redefinir su rumbo. Ojalá enderece para dejar un país mejor que el que recibió y sin la desilusión de un cambio social que no fue posible.
GUSTAVO DUNCAN