En su visita a Alemania, el presidente Petro dijo que “la caída del Muro de Berlín trajo [...]una destrucción del movimiento obrero a escala mundial”. La frase puede ser tomada como anecdótica, como un comentario poco diplomático. A los alemanes no les debe hacer gracia que se reivindique un régimen que se desplomó por opresivo. Existe, de hecho, un museo en la antigua sede de la policía secreta de Alemania Oriental donde se expone el sistema de represión y espionaje que controló la vida de sus ciudadanos durante casi medio siglo.
La frase también hay que tomarla en serio porque encierra los principios de los cambios que Petro quiere realizar en Colombia. Está incrustada en la batalla de ideas en la historia reciente de la humanidad que en este gobierno se proyecta en todas sus formulaciones de política pública, así se trate de asuntos micro. De allí que haya sido tan complicado mantener la coalición con el establecimiento político y la tecnocracia: encontrar puntos medios para acordar soluciones pragmáticas a problemas concretos es una tarea titánica si lo importante es debatir a quién le asiste la razón histórica.
La mención del muro es también una revancha frente a la sensación de derrota que causó la Guerra Fría entre los defensores de la utopía revolucionaria y a la idea, predominante entonces, de que la libertad de mercado iba resolver los problemas de la humanidad. Petro ha llevado el tema hasta lo personal. En el congreso de Asofondos les cobró a varios economistas el sentimiento de superioridad ideológica que les asistía cuando se propuso la apertura y las privatizaciones a inicios de los 90. No pudo disimular su regocijo con la sensación de que la historia le había dado la razón.
Petro encarna el gran dilema de una parte de la izquierda que, sin demeritar los logros en la política de identidades, no ha podido superar el legado del siglo XX.
Ahora bien, la caída del muro difícilmente puede interpretarse como una derrota de la clase obrera. El descontento actual con el liberalismo no significa que el capitalismo en Occidente no haya vencido en 1989. Las cifras son demoledoras para demostrar que el nivel de vida de los obreros capitalistas era muy superior al de los obreros de la cortina de hierro. Eso por no mencionar la destrucción de libertades que implicó la concentración del poder en un partido único. Por algo, el experimento soviético en Europa del Este implosionó.
En el fondo, Petro sabe muy bien que no tiene sentido reclamar el retorno de la Guerra Fría. Lo que realmente reclama es el papel de redención de la utopía revolucionaria. No extraña el muro, sino el papel de vanguardia en la formulación de una utopía. Por eso, la gran justificación de su discurso contra el capitalismo es el cambio climático. Pocos motivos pueden justificar el papel de redentor como el del líder que salva al ser humano de su propia extinción.
El papel de redentor es, paradójicamente, problemático para implementar la agenda de cambio. Las ambigüedades en su discurso provocan mucha resistencia a la hora de adelantar reformas que conduzcan a un país menos desigual, a un incremento de la provisión de servicios públicos y a una transición energética. A ratos es conciliador, rechaza la idea de acabar la libertad de empresa y llama dictaduras a Venezuela y a Nicaragua. Pero en momentos decisorios llama a la radicalización para salvar al país: el pueblo en la calle está por encima del Congreso, las EPS tienen que desaparecer, hay que acabar la producción de hidrocarburos, etc.
La ambigüedad es el reflejo del viejo debate entre reforma o revolución. Petro encarna el gran dilema de una parte de la izquierda que, sin demeritar los logros en la política de identidades, no ha podido superar el legado del siglo XX y desprenderse definitivamente de la tentación de estatización, planeación central, restricciones de la libertad de los mercados y de resistencia al pluralismo y a la separación de poderes.
GUSTAVO DUNCAN