En este país han asesinado casi tanta gente como la que hemos matado en nuestros recuerdos. Que la muerte solo es real cuando olvidamos a quienes murieron es un concepto en el que Isabel Allende condensa siglos de ideas. Citando un ejemplo cercano en términos culturales, pero lejano en el tiempo, ese es el fundamento del Día de los Muertos, en México.
Temporalmente distante, porque su origen no tiene que ver con el cristianismo que desembarcó aquí con los españoles. Las raíces de la celebración se hunden en los teotihuacanos, aztecas y nahuas, con lo que, siendo una festividad tradicional mexicana, es en realidad tanto mesoamericana como prehispánica.
Y reflejo de lo que hemos sentido por siglos: al dejar de respirar vamos a otra parte, como mínimo a las neuronas de quienes nos amaron. Con los muertos de las guerras suele suceder que las nuevas generaciones los recuerdan como una masa sin nombres, ignorando por qué murieron o si su sacrificio tuvo algún impacto positivo en el presente.
La guerra contra las drogas, otra de esas escenificaciones políticas de los Estados Unidos, tiene connotaciones muy diferentes, y vale una lectura práctica para Colombia: hombres y mujeres que enfrentan a quienes violan la ley, delinquen y asesinan. En tal sentido, y aunque la legalización sea un camino que no puede estar ausente del debate, quienes han caído combatiendo el crimen no murieron en vano.
Uno de los héroes más valiosos de los ochenta es el coronel Valdemar Franklin Quintero, un bumangués cuya impecable hoja de vida lo llevó al comando de la Policía de Antioquia en enero de 1989. Franklin, consciente de los riesgos, apretó el cuello de Pablo Escobar y de Gonzalo Rodríguez Gacha, dos delincuentes y asesinos que algunos deschavetados prefieren recordar ahora como benefactores o esforzados emprendedores. Por eso hay camisetas de Escobar y no del coronel.
En apenas un semestre, Franklin desarticuló laboratorios, incautó toneladas de cocaína y capturó no solo a sicarios y palafreneros, sino que tocó sensibles fibras del hampa: detuvo a Freddy Rodríguez Celades, hijo de Rodríguez Gacha, y a Fabio Ochoa Restrepo, padre del oscuro clan. Eso, sumado a que no aceptó dinero para permitir a los delincuentes traficar libremente, fue la confirmación de su sentencia de muerte.
Franklin sabía que la actitud mafiosa es el cáncer que mata a Colombia
Siempre supo que lo iban a asesinar y por eso, hace treinta años, apenas lo acompañaba en su último día un policía: no quería que muriera nadie protegiéndolo. La sombrilla enorme que es la memoria de Galán, otra dolorosa víctima de la brutalidad de aquellos días, suele dejar fuera de la vista del público a personas como Franklin, asesinado en la mañana de ese terrible 18 de agosto de 1989.
Como parte de la iniciativa ‘Aprende de la memoria’, que la Alcaldía de Medellín puso en marcha para no olvidar el pasado y a sus protagonistas, conversaron con doña Leonor Cruz, viuda de Franklin: “¿Valió la pena, así viendo cómo está el país?”, decía. “Creo que muchos sacrificios ahí quedaron, porque no hemos tenido el coraje nosotros mismos de decir: hay que poner un freno a esto”.
“En qué momento este país adquirió la cultura mafiosa”, se pregunta, “porque es de mafiosos el no importa, todo vale, paso por encima de todo el mundo, me enriquezco como sea; no me importa (…) nada, sino mi bolsillo”. Franklin sabía que la actitud mafiosa es el cáncer que mata a Colombia. La cura está lejos y mucho más si enterramos en el olvido a colombianos que, como él, han entendido que la ética vale mucho, pero no tiene precio.
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Grima. Carlos Mattos, quien sí sabe para qué sirve la plata, paga a los medios para que publiquen los comunicados de sus abogados en las secciones de contenido patrocinado.
GUSTAVO GÓMEZ CÓRDOBA