Solo extremando la indulgencia llega uno a aceptar que el conjunto de propuestas relativas al Poder Judicial puesto recientemente en circulación por la señora ministra Cabello puede ser tomado como un proyecto de ‘reforma de la justicia’. En rigor, se trata de un informe agregado de iniciativas carentes de la coherencia, profundidad, visión unitaria, equipamiento técnico y concepción de conjunto que necesitaría para ostentar ese carácter.
Lo primero que la lectura revela es la total ausencia de una concepción de Estado y de una idea de la istración de la convivencia ciudadana como cometido esencial suyo que aquel concreta a través de la Jurisdicción. Carente de estructura y de sistema, el proyecto ni se percata de la posibilidad de constituir un ‘corpus’ doctrinario y técnico que habilite las estructuras de la justicia para enfrentar los apremios que la Historia les plantea. Lo peor es que se muestra exento de conciencia de la crisis más destructiva que poder alguno del Estado haya sufrido jamás, pues si bien ahonda en la solución de muchos de los problemas que no tenemos, ignora olímpicamente los que nos afligen.
La colección preceptiva está caracterizada por la disparidad de las propuestas en magnitud y en pertinencia: al lado de cambios trascendentales, como la innovación de las fuentes formales del derecho con la introducción del precedente judicial entre ellas, o el regreso a la cooptación como procedimiento de reclutamiento de las altas Cortes, se otorga el mismo carácter de urgencia a nimiedades sin ningún impacto en los problemas reales, la ampliación del periodo de los magistrados, por ejemplo.
¿Creerá algún colombiano que la crisis deriva del hecho de que los señores Bustos, Malo, Tarquino, Ricaurte y Barceló no tuvieron a su disposición cuatro años más en el ejercicio de sus cargos? ¿O que el más eficaz instrumento para superar el caos es entregarles a los actuales magistrados de la Corte Suprema, probadamente incapaces de elegir siete compañeros en listas predeterminadas, la potestad de escoger sus homólogos libérrimamente?
No falta en el contexto este o aquel atisbo en la dirección correcta. Pero cuando ello ocurre, la miopía para percibir las exigencias axiológicas o teleológicas de una construcción o la carencia de herramientas técnicas para estructurarla arruinan la ocurrencia feliz. Sucede con los dos ejemplos aludidos: la revolución que implica introducir el precedente, aparte de que un tan monumental cambio en la cultura jurídica no puede ser traído a nuestras instituciones así no más, mediante un simple debate parlamentario, está plasmada en una propuesta de norma contradictoria en sus propias palabras, como si los proponentes no supieran de qué están hablando. Y la cooptación: siendo ella potencialmente conveniente, introducirla de nuevo sin las precauciones y condicionamientos de que dependería su ejercicio fecundo invertiría su signo y la tornaría letal.
Conjunto de derrelictos recogidos en los naufragios anteriores de los intentos de reforma, o fruto de la creatividad inexperta y el amateurismo de estudiosos mejor provistos de buena intención que de pericia, puede decirse en este caso lo que lord Gladstone dictaminó sobre el debut oratorio de Disraeli en la Cámara: “Dijo cosas interesantes y cosas originales; lástima que las originales no sean interesantes y que las interesantes no sean originales”.
La señora ministra, consciente de la precariedad e infelicidad del proyecto, ha dicho que nada en él es “inamovible”. Haría bien, entonces, en asumir que lo razonable sería devolverlo a la papelera de reciclaje de donde proviene buena parte del contenido, y aprovechar lo salvable para un nuevo intento más meditado y, sobre todo, más consciente de qué es de lo que se trata: conjurar una crisis de alcances morales, jurídicos e institucionales sin parangón.
HERNANDO YEPES ARCILA