La inflación no solo se predica del aumento de los precios de los bienes. También la padece la política cuando, más que resultados medidos en el bienestar del pueblo, lo único que se registra son espirales de promesas cargadas de idealismo, pero sin ningún anclaje en la realidad.
Puede itirse que la política en fase electoral sea intrínsecamente inflacionaria. Para cautivar al electorado, los partidos prometen el oro y el moro. Cuando la opción triunfante, sin embargo, en lugar de convertir las promesas en programas tangibles persiste en perpetuar su ejercicio de campaña, el riesgo es que el país entero termine sometido a un estado de hiperinflación política.
Una política exitosa es aquella que logra satisfacer en un grado razonable las expectativas creadas. La realidad presupuestal y la complejidad de los problemas por resolver obligan a la istración a aplicar esfuerzos inteligentes tendientes a la generación de bienes públicos y, en esta medida, a reducir dentro de lo posible la distancia entre lo hecho y lo prometido.
Materializar las promesas de campaña frente a los problemas identificados y aquellos sobrevinientes resulta ser entonces la única medida del buen gobierno. Saber istrar las dificultades exógenas y endógenas en el marco de la observancia de la separación de poderes, los principios democráticos y el respeto de las diferencias marca la verdadera talla de un líder.
En vez de aprovechar el tiempo y la energía que le restan para dar resultados tangibles, se ha optado por culpar y endosar los fracasos al sistema político en su conjunto.
Cuando se llega a la mitad del mandato, se supone que se ha alcanzado el punto de maduración necesario para que sean los resultados concretos los que sirvan como termómetro de su éxito. A partir de ese juicio, necesariamente, se afianza el capital político requerido para que en los ciclos electorales venideros se pueda demostrar la conveniencia de premiar con ulteriores dosis de poder, o castigar y exigir el relevo de las fuerzas políticas de turno.
Sin embargo, el panorama actual indica que estamos ad portas de una prematura e inconveniente hiperinflación política. Se adelantó la campaña presidencial del 26 y por decisión del mismo Gobierno. En vez de aprovechar el tiempo y la energía que le restan para dar resultados tangibles, se ha optado por culpar y endosar los fracasos al sistema político en su conjunto, a la clase dirigente tradicional y a sus contradictores, tachándolos con epítetos y estigmatizando sus ideas, incluso señalando que son producto de un pasado de violencia paramilitar y de la oprobiosa opresión de la oligarquía contra el pueblo.
Con miras a entronizar su proyecto político, la izquierda ha dejado de lado el plan de gobierno renunciando a demostrar su capacidad de cumplirlo. Se empeña a diario en fabricar promesas hacia el futuro, tal y como ocurre en campaña. En ese bucle de proyectos aspiracionales, desafortunadamente, también entrarán por inercia las demás fuerzas políticas.
Esa hipérbole política enmarcada en una sobredosis de propuestas y en una inflación de expectativas traerá como consecuencia la degradación en la ejecución de programas, así como la paulatina concentración de esfuerzos de todos los actores políticos en cautivar a los futuros electores con promesas. La hiperinflación política terminará convirtiendo la arena del debate público en un mercado persa de proyectos irrealizables acompañado de un festín de subsidios.
Entre los vendedores de ilusiones habrá acusaciones cruzadas que redundarán en la más tóxica polarización, donde los únicos perjudicados serán los colombianos que padecen una ya estropeada cotidianeidad por causa de la incapacidad del Estado de darles respuestas efectivas a sus problemas, las cuales terminan convertidas en mera retórica de campaña.
De eufemismos y promesas no vive un pueblo. Es hora de materializar aunque sea una de las tantas promesas del gobierno del cambio.