Este espacio promueve la reflexión, en conjunto, sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
La viruela, la peste negra, el cólera, la gripe española, la fiebre tifoidea, el sarampión, entre una larga lista, nos recuerdan que somos cuerpo y que basta estar vivos para convertirnos en un dígito más de las estadísticas. Las epidemias son enfermedades colectivas que viajan y pueden provocar fuertes cambios en la población. Su rastro ha sido narrado con retratos de muerte y desolación, pero también de triunfo y celebración de conquistas científicas. Detengámonos en una, la de sarampión, que vivieron los bogotanos en 1933. A decir verdad, no solo ellos, pero ya llegaremos ahí.
No es que fuera la primera epidemia, no. Se había registrado al menos seis brotes graves en décadas precedentes. La enfermedad reaparecía más o menos cada ocho años —con un máximo de mortalidad al tercer mes—, pero en esta ocasión se adelantó un bienio. Eso sirvió para que las autoridades sanitarias justificaran su falta de preparativos. La explosión de casos de sarampión fue, según sus palabras, el resultado de la llegada imprevista de la enfermedad, facilitada por el trasporte aéreo, que ya enlazaba a diario la altiplanicie de la cordillera Oriental con los puertos del país.
Si, de un lado, el Gobierno Nacional se regocijaba por el final del alarmante episodio de la guerra con el Perú y comenzaba un proceso de paz que puso a salvo la soberanía de Colombia sobre Leticia, por otro luchaba contra un “germen” oculto que menguaba la población. La prensa local registró el suceso con inquietud, y reportó las controversias técnicas sobre si debían clausurarse o no las escuelas públicas. Los primeros casos se registraron en mayo y al 18 de junio las autoridades capitalinas estimaban el número de contagiados en seis mil y los decesos, en un centenar.
La enfermedad era una de las infecciones epidémicas más mortíferas para la infancia. En muchos países, sus cifras absolutas superaban las de la escarlatina, la tos ferina y la difteria. Su agente causal era desconocido y aún no existía una vacuna para combatirla. La aplicación de sueros atenuados de pacientes convalecientes de sarampión en niños sanos, el aislamiento de los sospechosos y las desinfecciones fueron considerados por las autoridades locales como estrategias de control impracticables o inútiles. Por ello optaron por medidas de asistencia pública que, pese a los esfuerzos, no permitieron prevenir el contagio ni aplanar la curva de mortalidad.
Durante la campaña contra el sarampión, la capital fue dividida en nueve zonas, cada una atendida por dos médicos y tres enfermeras. Los funcionarios de las escuelas fueron capacitados para identificar los primeros síntomas de la enfermedad; debían inspeccionar a todos los niños y devolver los sospechosos a sus casas. La botica oficial se estableció en el Palacio de la gobernación y, para agilizar la fabricación y la distribución de tratamientos, se estandarizaron 21 fórmulas a las que todos los médicos debían ceñirse. La prensa iba dando cuenta del número de afectados visitados a domicilio y de las fórmulas despachadas.
A finales de junio, la cifra de afectados no disminuía. Por ello se tomó la determinación de abrir tres nuevas boticas y de suministrar atención y tratamiento a todo el que no tuviera recursos para ir al médico. Debido a condiciones de hacinamiento y desnutrición, la población de los barrios populares mostraba cifras más elevadas que las de la clase alta. El personal de la campaña creció en número y la junta de beneficencia y la Cruz Roja ofrecieron su concurso para distribuir cobijas y abrigos a los niños más pobres.
Al finalizar agosto, los logros de la campaña contra el sarampión se resumían con estas cifras: 39.565 visitas domiciliarias, 35.786 fórmulas despachadas, 25.405 enfermos atendidos, 5.371 paquetes de alimentación para niños, 2.472 niños auxiliados con abrigo y 841 defunciones. En octubre ya se contabilizaban 1.016 casos en Girardot y contagios en otros 65 municipios del departamento de Cundinamarca. El panorama era poco alentador entonces y, al declinar la epidemia, surgió la de tos ferina, con caracteres alarmantes sobre todo por su mortalidad en niños menores de un año.
La epidemia de sarampión de 1933 no fue una singularidad colombiana. En sus reportes de enfermedades infecciosas, la Organización Panamericana de la Salud registró ese mismo año, en São Paulo, un brote de proporciones raramente vistas en Brasil, a tal punto que fue descrito con la terrible imagen de que todos los niños del litoral paulista habían sido contagiados. En cambio, en Chile, en ese momento los retratos de la epidemia estuvieron más de lado del “triunfo científico”. Las autoridades sanitarias observaron cuatro brotes entre marzo y mayo, pero procedieron a inmunizar temporalmente, con suero de convalecientes, a la población de los asilos y las salas de lactantes, lo que controló y frenó la expansión de la enfermedad.
El sarampión atacaba y diezmaba a una sociedad desprotegida y sin vacuna. Los historiadores lo sacamos del olvido, pero le corresponde a la sociedad aprender de su propia memoria biohistórica.
Victoria Estrada Orrego, doctora en Historia.
Profesora del ITM y de la Universidad de Antioquia.