Siempre he sido un optimista irremediable, uno que luchó sin descanso, en varias ocasiones, por regresar a Colombia. Así lo hice, aunque eso condujera a dilemas dolorosos y terminara por configurar una larga espera en la que, como dice Margarita Rosa de Francisco, nos vamos envejeciendo. Lo hice convencido de que hay que luchar por la patria a la que pertenecemos, que es mejor comer fríjoles y arroz en la brega por la dignidad que un exilio permanente, y que el sacrificio presente debe, a la larga, —en un país normal— brindar mejores oportunidades.
Pero eso también me obliga cuando creo que el país está perdiendo el rumbo —si es que alguna vez lo ha tenido—, cuando confunde con pasmosa facilidad sus prioridades y tiene serios problemas derivados del estilo y el liderazgo presidencial.
Es verdad que las condiciones no son fáciles para Duque, pues los colombianos le votaron, en buena parte, como lo hicieron los argentinos recientemente, por una vuelta a la ‘edad de oro de la bonanza de las materias primas’ del 2003-2014. Una época que pasó y no se sabe si volverá. Ahora estamos más cerca de la década perdida de América Latina, con Argentina en crisis, y Brasil y México coqueteando con la recesión. Con el agravante de que la famosa confianza inversionista de Uribe y las locomotoras de Santos fueron buenos discursos para gastar el excedente de la bonanza minero-energética y que no transformaron el aparato productivo y la capacidad exportadora del país. Ni siquiera hubo ahorro y terminamos más endeudados.
Son precisamente esas circunstancias en las que el presidente tiene que demostrar su talante y producir un timonazo, porque el vecindario comienza a incendiarse.
Duque tiene que saber que no basta con estar de un lado para otro montado en un avión, haciendo prédicas, como buen presentador, cuando, de fondo, su falencia tiene una raíz simbólica. Los jóvenes y los colombianos que no han, o no hemos, tenido para la matrícula o el arriendo podemos no sentirnos necesariamente representados en sus golpes de suerte. Sencillamente, no es usual tener el privilegio de un cargo en misión diplomática durante más de una década y luego aterrizar con credencial de senador, por ejemplo.
No es suficiente con que haya propiciado o resista un reparto de roles con Uribe, en el que se desentiende del Congreso, porque también puede ser leído como pereza al relacionamiento político. Tampoco basta con que el Gobierno apueste por mayorías episódicas, aunque para eso el presidente tuviera que graduar de estadista al rocambolesco senador Antonio Zabaraín en su pueblo natal, Ciénaga, Magdalena, con el lanzamiento de la ley TIC. Menos aún cuando la apuesta es por temas rios, como la cadena perpetua para violadores de menores, siendo que en la práctica ya existe.
Parece que no se da cuenta de que ni para eso tiene mayorías y que son los propios representantes del Centro Democrático los que pueden sumirlo en una crisis de gobernabilidad después de las elecciones de octubre. Me pregunto: ¿será que en tales circunstancias Duque podrá algún día reanudar las aspersiones con glifosato y afrontar las marchas cocaleras?
Por eso el reto ahora para el presidente es mandar y mandar bien, no solo en una burbuja de amigos que temen decirle la verdad; con audacia, mucho sacrificio y dedicado a lo fundamental, como cerrar el tremendo déficit comercial de 6.500 millones de dólares con China, y, de paso, con Estados Unidos. Sobre eso mi colega columnista Gabriel Silva debería tener también alguna buena respuesta.
Pero el presidente tiene que liderar un verdadero diálogo con las demás fuerzas políticas y producir un remezón ministerial para retomar la iniciativa y afrontar los enormes retos que se han acumulado, entre ellos, el afianzamiento fiscal y la amenaza de consolidación de un nuevo frente guerrillero, tema que exige un análisis aparte. Sería grave que Duque se decidiera a actuar cuando ya sea tarde, cuando nadie le ponga cuidado, o que el proceso de su sucesión comience antes de tiempo.
JOHN MARIO GONZÁLEZ