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Jugando con fuego

Ojalá que un gobierno arrogante no nos lleve a una crisis que se hubiera podido evitar.

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La situación y el malestar nacional exigen decisiones urgentes y de fondo, pero el Gobierno prefiere hacerse el de la vista gorda. No se ha dado por enterado que perdió estrepitosamente el plebiscito sobre su gestión que fue, en últimas, lo que aconteció el pasado 27 de octubre. Contra toda necesaria dosis de realismo y sensatez, todavía cree que puede reinventarse 300 años de historia parlamentaria y que basta su voluntad para gobernar, aun en sus horas más sombrías.
Claro, es que no faltan los áulicos que atribuyen la ingobernabilidad e impopularidad de Duque a su negativa a repartir ‘mermelada’. Flaco favor le hacen. Como quienes reducen sus problemas a una supuesta falla de comunicación en la Casa de Nariño. Y claro que las percepciones sobre el Presidente serán sin duda en muchos casos arbitrarias. Pero no, lo que pasó es que fallaron todos los cálculos en una típica comedia de equivocaciones. Creyeron que bastaba hablar con cierta locuacidad de varios de los problemas nacionales, pero sin definir el rumbo, como lo señalamos hace más de un año.
Aún supondrán que el país no se dio cuenta del atronador viraje que, sin ruborizarse, dieron en materia de paz. Porque una cosa fueron las exageraciones de que se sirvieron para llegar. Cuando advirtieron que ni una coma podrían cambiarles a los acuerdos, entonces se montaron en el discurso de la implementación.
Pensaron que sería suficiente hablar en nombre del ideal de los jóvenes, pero jamás han visto brotar el pus de la llaga. No reconocieron que, al no gastar tiempo en ascender gradualmente la escala de la estimación pública, el ejercicio público se puede convertir en una mera ambición política que sacrifica la devoción al trabajo desinteresado y la criba de la experiencia. Por eso, quizás, parece preso de una burbuja de amigos, incapaz de construir acuerdos, que, además, lo relevan del agobio de tomar decisiones.
Estuvieron convencidos de que la presencia de Uribe en el Congreso resolvía el problema de la necesaria mayoría, como si los votos parlamentarios fueran cualificados. No advirtieron que dicha apuesta era una extensión del culto a la personalidad, la sumisión a la imagen y semejanza del líder fundacional de un partido, que implicaba riesgos en la medida en que su fulgor se extinguiera. Es el mismo que quiere apagar con miedo el paro del próximo 21 de noviembre, que esgrime que hace parte de la estrategia del Foro de São Paulo para desestabilizar al gobierno del presidente Duque.
Pero también intentan restarle razones al paro y pretenden presentar la incapacidad como virtud al garantizar que no habrá reforma laboral ni pensional este año. Pues claro que no habrá, pero porque no saben lo que hay que reformar ni tienen el capital político para hacerlo. No se han dado cuenta de que, en el fondo, cada ciudadano tiene sus razones para salir a marchar por lo que no son ni cuatro o cinco, sino miles.
Bien lo decía el ministro de Desarrollo Económico de Chile, Sebastián Sichel, cuando advertía que “no sea el malestar ciudadano el que haga que las cosas se prioricen, sino que la política esté a la altura para anticiparse y reconstruir una estrategia de desarrollo común”. Por supuesto que no vamos a tolerar la violencia ni la destrucción. Ni más faltaba. Pero que no sea con el miedo, el sonsonete del espejo retrovisor o cualquier otro recurso de última hora, que ahora nos quieran acallar y ocultar los errores y los problemas acumulados. Ojalá que la testarudez de un gobierno arrogante, que conduce al país peligrosamente hacia un clima de ingobernabilidad, no nos lleve a una crisis que se hubiera podido evitar.
JOHN MARIO GONZÁLEZ

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