La fórmula es tan añeja como la propia humanidad. Se escoge al villano favorito para echarle el muerto por todos los males y frustraciones, incluidas aquellas ajenas a su voluntad. En tratándose de la sumatoria de todos los vicios de una sociedad en los que anida la corrupción, qué mejor cabeza de turco, qué mejor para la descarga de la cólera popular de las propias desventuras que aprovechar el desprestigio del Congreso.
Es fácil porque el estigma ya está construido. Solo es cuestión de hacer la presentación habilidosa, más si el hecho es condenable, para lograr el linchamiento mediático. No se trata únicamente, entonces, de las merecidas consecuencias istrativas o penales para algunos congresistas por exceder el máximo de inasistencias permitidas a sesiones plenarias, o utilizar excusas fraudulentas, sino también de que haga carrera la frase ‘trabajen, vagos’.
No les importa ignorar la problemática estructural y política que obstaculiza el desempeño del Congreso, que no se produzcan recomendaciones para resolver sus problemas, que no se elimine el mal y evite la futura desgracia y, menos, que no sea cierto. Porque el Congreso puede que trabaje mal y obtenga resultados insatisfactorios, pero es equivocado suponer que no trabaja. Ya lo decía Mario Latorre en 1974, en mi opinión el iniciador de la ciencia política criolla, al lamentar las consecuencias de esa función dual de los congresistas entre hacer las leyes, que exige más de lo que se cree, y las obligaciones políticas y con su comunidad, que incluyen financiar sus campañas. Es decir, el congresista que no trabaje de lunes a domingo será desplazado en la siguiente elección.
Y no se trata de defenderlos, pues muchos son indefensables. Basta solo observar a algunos, y algunas, para darse cuenta de que no levantan un voto y, por ende, sus curules son teledirigidas. Toda una perversión de la representación y la democracia. Pero quien más pierde con la debilidad y disfuncionalidad del Congreso, con acentuar la desconfianza y el desprecio por las instituciones, es la sociedad misma. La actual coyuntura de la pandemia ha develado, por ejemplo, la peligrosa deriva hacia la irrelevancia del Congreso, algo que precisamente los padres fundadores, inspiradores del constitucionalismo latinoamericano, quisieron evitar para proteger al pueblo de cualquier gobierno arbitrario o irresponsable. Por eso se trata de mirar el problema de forma integral y sensata, porque son pocos los que se detienen en refinamientos y disecciones.
O es que ¿acaso quienes acusan les preocupa cómo el Leviatán del Ejecutivo y, en las últimas décadas, los poderes judiciales, por vía jurisprudencial, terminaron por succionar los poderes de la rama legislativa, al punto que le reescriben las leyes que aprueba?
¿Será acaso que regatean en cómo la complejidad de las políticas y la severa expansión del Gobierno y su presupuesto, con la consecuente concentración de asesores y expertos de tiempo completo, dejan a los congresistas en una difícil asimetría de conocimiento e información en la que parecen simples aficionados? Y menos aún, ¿será que analizan el funesto efecto de la fragmentación política y de partidos que nos legaron los constituyentes del 91?
En ese contexto, el Congreso no tiene otro camino que autorreformarse, a menos que quiera una asamblea constituyente que lo revoque. Para contribuir al debate presentaremos, en conjunto con el exregistrador nacional Carlos Ariel Sánchez y con el apoyo de la fundación política alemana Konrad Adenauer, una batería de propuestas para reformar al Congreso, comenzando por alargar su período de sesiones. Es que no puede seguir funcionando como si estuviéramos en 1936, al igual que tiene que limitar la avalancha de proyectos que puede respaldar un congresista, lo que ahorraría cientos de millones derrochados en el trámite de iniciativas sin ninguna trascendencia.
En todo caso, si se quiere, podemos continuar el camino del circo y de lapidar a los ‘vagos’, pero creo que es tan peligroso que terminaría en la desinstitucionalización. Con los turbulentos tiempos que corren y con tanto demagogo que anda suelto es posible que hagamos moñona y también enterremos esta endeble democracia.
John Mario González