Tras la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, lo que buscaron los Estados fundadores de la Organización de Naciones Unidas (ONU) –China, Francia, Rusia (en esa época, la URSS), el Reino Unido y Estados Unidos– no fue otra cosa que la consolidación y el mantenimiento de la paz, la seguridad, la solución pacífica de los conflictos, el respeto a la dignidad humana y sus derechos esenciales, el freno a los abusos de gobiernos tiránicos.
En 1948 se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en 1949, con el propósito común de limitar al máximo la crueldad de guerras inevitables, estableciendo unas reglas mínimas que resguardaran y protegieran a quienes no participan en las hostilidades (la población civil, por ejemplo, o el personal de salud) y a los heridos, enfermos y prisioneros, fueron celebrados los cuatro convenios de Ginebra y –en años posteriores– sus protocolos y tratados adicionales, sentando las bases de lo que hoy conocemos como Derecho Internacional Humanitario (DIH).
El Consejo de Seguridad de la ONU –integrado por quince representantes de los Estados – tiene por objetivo primordial la preservación de la paz a nivel internacional, sus decisiones son obligatorias, y puede imponer sanciones ante su incumplimiento. Respecto a tales determinaciones, se estableció que los aludidos Estados fundadores – permanentes– gozaran del poder de veto, que –dicho en términos sencillos– permite que cada uno de ellos pueda bloquear una decisión, aunque sea aprobada por todos los demás integrantes.
El poder de veto de los Estados Unidos ha hecho imposible que el Consejo de Seguridad haya expedido una resolución vinculante y efectiva para que cese el fuego.
Quien esto escribe no comparte la subsistencia del poder de veto, porque, si bien pudo ser conveniente en los primeros años, ya no se justifica; otorga preferencia, rompe la igualdad y da lugar a un perjudicial desequilibrio en la toma de decisiones, al propiciar que uno solo –por capricho o interés– esté en capacidad de impedir que el Consejo de Seguridad y las Naciones Unidas cumplan su trascendental papel en la preservación de la paz y en la observancia del Derecho Internacional Humanitario, como lo hemos visto recientemente.
En ese contexto, vetar significa oponerse unilateralmente a lo resuelto en votación y someter a la mayoría, que se ve precisada a aceptar –sin recurso alguno– lo que impone quien goza de ese poder.
Lo cierto es que, si consideramos cuanto ha venido ocurriendo en la guerra entre Rusia y Ucrania, y desde el 7 de octubre en la Franja de Gaza entre Israel y Hamás, de poco o nada han servido las declaraciones y gestiones de la ONU. En el momento de escribir estas líneas, el poder de veto de los Estados Unidos ha hecho imposible que el Consejo de Seguridad haya expedido una resolución vinculante y efectiva para que cese el fuego, sean liberados los prisioneros y rehenes de uno y otro lado, se ponga fin a los crímenes de guerra y de lesa humanidad, no se siga involucrando a la población civil –ajena al conflicto–, no continúe la flagrante vulneración de los derechos humanos y se restablezca la vigencia y observancia del Derecho Internacional Humanitario.
Israel dice defenderse de Hamás. Sin apoyar los actos terroristas ni la toma de rehenes por parte de Hamás –que son inaceptables–, cabe recordar el principio jurídico según el cual la defensa debe ser proporcionada a la agresión. No se ve proporción alguna en los bombardeos indiscriminados contra la población civil, los miles de niños muertos, heridos, mutilados, abandonados, presos; los ataques a hospitales, iglesias, campos de refugiados, ambulancias; el cerco y el encierro sobre miles de familias, en medio del hambre y la sed, en constante peligro de caer bajo las bombas o las balas; la matanza de periodistas.
Confiemos en que la ONU, sin vetos, el DIH y la Corte Penal Internacional hagan lo que les corresponde.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ