La Constitución señala los fines esenciales del Estado, que son, al fin y al cabo, la justificación y la razón de ser de su existencia. Entre otros propósitos estatales: el servicio a la comunidad, la prosperidad general, la paz –tan anhelada y distante–, la garantía de los derechos y deberes, la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, istrativa y cultural de la Nación, el imperio de la soberanía, el mantenimiento del orden público, la integridad territorial y la vigencia de un orden justo.
Las características de nuestra organización estatal son claramente definidas desde el primer artículo constitucional: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general”.
El aparato estatal, en su conjunto –no solamente el Gobierno–, debe estar puesto al servicio de esas finalidades, dentro de unos postulados fundamentales, inherentes a la concepción democrática de nuestras instituciones. Como se desprende del preámbulo de la Constitución –que tiene carácter vinculante– y de las normas que ella consagra, ese aparato estatal y sus funcionarios –desde las más altas dignidades– llegan a sus cargos no para beneficio e interés propio, sino para ponerse al servicio de la colectividad y del bien público, y su actividad tiene por objeto asegurar a la población la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana”. Alcanzar esas finalidades es una aspiración y un derecho de todos, sin discriminaciones.
El Gobierno debe entender que, en el sistema de frenos y contrapesos, no todas sus iniciativas son aprobadas.
Ahora bien, en cuanto al aparato estatal y su funcionamiento, con miras al logro de las indicadas finalidades, la Constitución parte de dos conceptos: el equilibrio y la colaboración. El primero se concreta en un sistema de frenos y contrapesos, en cuya virtud las tres ramas del poder público y los órganos que las integran, así como los órganos autónomos e independientes que están fuera de ellas, tienen funciones distintas, y ninguno está autorizado –salvo norma expresa– para asumir atribuciones de otro. El segundo concepto es el de la colaboración armónica, que tiene por objeto alcanzar los fines estatales, cada uno en su función, sin invadir esferas ajenas, pero aportando –no obstruyendo ni dificultando–, con miras al bien común y al interés general, que es lo que finalmente importa.
Al parecer, esos postulados básicos han quedado en el olvido. En vez de una concepción altruista del poder, prevalecen criterios egoístas, una absurda polarización política y una errónea idea acerca del papel de órganos y servidores públicos, todo lo cual nos puede conducir a un estado de cosas contrario al que busca nuestra democracia. En últimas, al fracaso del Estado y de las instituciones, en perjuicio del pueblo.
El Gobierno debe entender que, en el sistema de frenos y contrapesos, no todas sus iniciativas son aprobadas. Debe formularlas y defenderlas, e insistir en ellas, pero, en democracia, debe aceptar que quien decide sobre las leyes es el Congreso. Y continuar gobernando, con los instrumentos actuales, porque es mucho lo que puede hacer con la normativa vigente.
Lo que resulta inaceptable, en los legisladores, es el bloqueo por el bloqueo, la deslealtad, la falta de compromiso con su función constitucional, en vez de la colaboración armónica, en beneficio del interés colectivo.
Un apunte final: el ausentismo tramposo se contabiliza para pérdida de investidura.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ