Colombia, como lo proclaman sus normas constitucionales, es un Estado social de derecho, democrático, participativo, pluralista, respetuoso de la dignidad humana y de los derechos –los fundamentales, los políticos, los sociales, los económicos, los culturales, los colectivos, los de la familia–, los cuales deben ser preservados por la organización estatal. Y, desde luego, entiende que todo derecho tiene deberes correlativos, cargas y responsabilidades.
Es un sistema jurídico garantista, que procura realizar la igualdad real y efectiva y que profesa los valores de la libertad, la justicia, la equidad, el bien común, la paz, la tolerancia, el conocimiento, el trabajo, la unidad de la Nación y la integración latinoamericana, dentro de los postulados de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos.
Nuestro sistema jurídico, sin ser perfecto –por cuanto es obra humana, y no la hay perfecta–, ha sido concebido en búsqueda del mayor bienestar individual y colectivo, y de la convivencia pacífica. Derecho, libertad con responsabilidad, prevalencia del interés general, en procura de un orden justo, son sus fundamentos esenciales. Rechaza toda forma de violencia, de discriminación, de racismo, de arbitrariedad, de ilicitud. Es un ordenamiento que distribuye funciones y competencias entre ramas y órganos del poder público, que les exige sujeción a las normas, mutuo respeto, separación y equilibrio, sin perjuicio de la colaboración armónica para lograr los fines del Estado.
Dirigentes políticos, líderes, medios y hasta algunos funcionarios judiciales están divididos entre quienes buscan “tumbar” al Gobierno y aquellos que le quisieran otorgar poderes absolutos.
De conformidad con la Constitución, el Estado colombiano –que no es solamente el Gobierno Nacional– tiene señaladas unas finalidades, unas metas, unos propósitos institucionales que debería alcanzar, muchos de los cuales se ven todavía muy distantes o han sido conseguidos a medias, abandonados o malogrados en la práctica: entre ellos, la promoción de la prosperidad general; la eficaz, oportuna y recta istración de justicia; la efectividad de los valores, principios, derechos y deberes; la seguridad en todo el territorio; el pleno empleo de los recursos humanos y naturales; la participación de todos en las decisiones que los afectan; el imperio real de las instituciones y la defensa de la independencia nacional; la integridad territorial; el aseguramiento de la convivencia pacífica –una paz auténtica, concebida y entendida como derecho y deber de obligatorio cumplimiento, según reza el precepto constitucional–, sin detrimento del pleno ejercicio de la autoridad gubernamental, el orden público y la vigencia eficaz de un sistema político, económico y social justo.
Vale la pena recordar esas características principales y los objetivos esenciales de nuestra organización democrática, no solamente por cuanto el próximo 7 de julio se cumplen treinta y dos años desde la promulgación de la Constitución, sino a raíz de acontecimientos cada vez más frecuentes, que –no tan solo en estos días, sino en los últimos años– han venido mostrando un paulatino, aunque a veces imperceptible, deterioro de la institucionalidad. La indiscutible polarización política, de la cual no hemos podido salir, que enfrenta concepciones extremas y que ha llevado a que se olviden o aparezcan en segundo o tercer plano, o en el olvido, los indicados propósitos, plasmados de buena fe por los constituyentes de 1991.
Hemos llegado a niveles inaceptables de superficialidad y equivocado enfoque –jurídico, político y económico– sobre problemas enormes que afectan al ciudadano, a las comunidades, a las entidades públicas, la convivencia, la seguridad y la paz. Ante ellos, que tocan con los derechos de la sociedad y con los mencionados objetivos estatales, se ha caído en la simpleza de los debates –cada vez más prosaicos– en las redes sociales. Dirigentes políticos, líderes, medios y hasta algunos funcionarios judiciales –no todos, claro está, pues sería injusto generalizar– están divididos entre quienes buscan “tumbar” al Gobierno y aquellos que le quisieran otorgar poderes absolutos. Dos extremos igualmente riesgosos para la democracia.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ