Me quedé pensando en la noticia de que María Juliana Ruiz tiene un interés en promocionarse mediante una autobiografía y en la respuesta que luego ella dio sobre la necesidad de crear unas memorias que recojan la labor de sus antecesoras y su impacto en el desarrollo social de Colombia
Buena parte del problema que han tenido las banalizadas primeras damas, y que refleja el carácter todavía machista de este país, es que su referencia en las discusiones públicas se hace con frecuencia para hablar de las pintas que se ponen o simplemente para asociarlas con sus maridos como puras figuras decorativas.
¿Pero qué hay de su legado? ¿Quién habla de todas las cosas buenas que hicieron, cada una a su manera y en su estilo? ¿Por qué nadie las recuerda después de que salen de la Casa de Nariño y, en cambio, todo el mundo vive pendiente de lo que dicen y hacen los expresidentes?
Si algún día les pidieran públicamente cuentas a las primeras damas, sus calificaciones serían infinitamente superiores a las de sus maridos. Ellas, que son ciudadanas particulares a las que ni la Constitución ni las leyes les fijan unas funciones específicas y cuyo despacho no tiene una naturaleza jurídica reconocida, han sabido construir sobre lo construido, pero como solo nos importan las alharacas políticas, sus acciones, con frecuencia se nos olvidan a los colombianos y también a los historiadores que con pocas excepciones han escrito capítulos o libros autónomos dedicados al papel que tuvieron las primeras damas.
Cómo olvidarse de lo que significó para Colombia una Lorencita Villegas de Santos, pionera del trabajo social especialmente asociado a los temas de salud y la creación e impulso de instituciones hospitalarias. Cómo no hablar de Bertha Puga de Lleras, serena y discreta, gestora silenciosa de obras sociales, o de otras más combativas como Bertha Hernández de Ospina, que incluso fue senadora en 1970 y pionera de la participación de la mujer en la política.
Cecilia de La Fuente De Lleras, por ejemplo, presentó un proyecto de ley sobre paternidad responsable que terminó, nada menos, que con la creación del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Cecilia Caballero, por su parte, fue la principal promotora de la legislación que abolió la diferenciación de hijos naturales y legítimos, mientras doña Nydia Quintero fundó la emblemática Solidaridad por Colombia.
O qué decir de Carolina Isakson de Barco, a quien en una linda semblanza publicada en este diario en el año 2012, bajo la pluma de Lucy Nieto, se la reconoció como impulsora de la figura de las “madres comunitarias”. A Ana Milena Muñoz habrá que recordarla siempre por la creación de Colfuturo o la Fundación Nacional Batuta, y a Nohra Puyana de Pastrana, reconocerle que se empleó a fondo en el problema de la malnutrición de los niños en el país.
Lina Moreno, por su parte, estuvo pendiente de acompañar las metas sociales desde una tecnificada Consejería Presidencial de Programas Especiales y coordinó y apoyó a los que ella llamó “gestores sociales” en las regiones, pues no se sentía cómoda con el título de primera dama. Luego María Clemencia Rodríguez abanderó la causa de la ampliación de la atención integral a la primera infancia en Colombia a través de la estrategia ‘De cero a siempre’, que después de varios años logró que se convirtiera en una política de Estado. Ahora, y solo para mencionar a algunas de ellas, María Juliana Ruiz acaba de obtener una ayuda especial del BID para su programa Sacúdete, enfocado en darles oportunidades a los jóvenes de este país.
En ese orden de ideas, me da pena pero las primeras damas no solo se merecen un libro de memorias sino, sobre todo, el reconocimiento y el aplauso de todos los colombianos. Lo demás es pura envidia.
JOSÉ MANUEL ACEVEDO M.