Pondré mi oído en la piedra hasta que hable es el título de la última novela publicada por William Ospina. En una prosa oceánica, matizada con constantes referencias a la naturaleza, que tiene fuerza de ciclón, rumor de río, sabor a vegetación, el escritor nacido en Padua le sigue el rastro a Alexander von Humboldt en su recorrido por tierras de nuestro continente en la época en que llegó con el afán de conocer nuestra fauna y nuestra flora, nuestros ríos y volcanes, nuestros valles y montañas. En un lenguaje límpido, de gran fuerza poética, centelleante, de fino acabado estético, el autor de Guayacanal nos sumerge en las aventuras de un hombre que él califica como el más célebre de los visitantes que tuvo Colombia a principios del siglo XIX.
El trabajo de investigación que realizó William Ospina para estructurar esta novela es digno de exaltarse. No solo por enseñarle al lector la vida de un hombre que, cuando ingresó a estudiar al Frankfurt de Order, ya “sabía más que sus maestros”, sino por esa pasión que late en cada página por descubrir las preocupaciones de Alexander von Humboldt frente a las plantas, los volcanes, las montañas, los ríos, las piedras y las estrellas. Preocupaciones que empezó a demostrar a temprana edad este viajero sin descanso por los caminos del mundo, y que le ayudó a consolidar su maestro Wildenow, quien lo hizo internarse “en un universo de revelaciones fantásticas”. Vocación que se manifestó en él desde cuando vio el color de una heliconia en “los dibujos de una viajera holandesa”.
William Ospina entretiene al lector con ese lenguaje salpicado desde la primera página de naturaleza viva, con esa profundidad en el análisis de la personalidad de Humboldt.
Aproximarse a la vida de un hombre que marcó a la humanidad por sus grandes disciplinas intelectuales y, sobre todo, por sus revelaciones científicas sobre astronomía, sobre la formación de los volcanes o sobre los misterios de la tierra, no es fácil. En Pondré mi oído sobre la piedra hasta que hable están narradas con una claridad que asombra al lector las vivencias de Alexander Von Humboldt como botánico, como geómetra, como astrónomo. Años de investigación llevaron a William Ospina a tejer, con una minuciosidad asombrosa, las historias del sabio nacido en Berlín el 14 de septiembre de 1769. Recurriendo a su diario, a sus libros publicados, a sus investigaciones sobre física y geología, el autor despierta en el lector un interés creciente por saber más sobre su vida.
William Ospina entretiene al lector con ese lenguaje salpicado desde la primera página de naturaleza viva, con esa profundidad en el análisis de la personalidad de Humboldt, con esas revelaciones sobre su viaje a América después de partir de España en una goleta que desafiaba el agua tormentosa de los mares, con esa descripción perfecta de los elementos técnicos que conocería para perfeccionar sus investigaciones, con esa correspondencia que sostenía desde estas tierras con otros científicos y con esa pasión por descubrir en las plantas cosas desconocidas. También con esas narraciones llenas de brillo literario, donde cuenta que mientras a su hermano Wilhelm lo estremecía el sonido de una palabra, a Humboldt lo desvelaban los prismas y las brújulas.
La existencia de este hombre iluminado que de niño quería “tener un mapa tan grande que se pudiera andar sobre él”, y que llegó a decir que de qué servía “tener un telescopio que no permitía tocar las estrellas”, estuvo llena de momentos excelsos. Uno de ellos fue cuando conoció a Johann Wolfgang Goethe, el autor del Fausto, quien se asombró con la lucidez mental del hombre de veinticinco años que le habló sobre naturalismo. También aquel cuando, al conocerlo, Lord Byron sintió que estaba frente a un genio. O ese otro cuando Charles Darwin itió que se le ofreció de voluntario para acompañarlo como naturalista en el buque Beagle. Pero también ese momento cuando, en París, Simón Bolívar le habló sobre la independencia de América.
William Ospina dice en este libro magistral que Alejandro Humboldt fue “un observador que no descuidaba detalle, en quien dialogaban el arte y la naturaleza, la piedra y las estrellas”. Lo describe como un hombre que “prefirió la serenidad de la naturaleza a las pasiones de la vida social”. El descubridor científico del nuevo continente, como se le conoció, abrió caminos para entender la naturaleza. Así como exploró los volcanes de Italia, el Etna, el Vesubio, el Estrámboli, tratando de descubrir sus misterios, lo hizo con los que conoció en la Nueva Granada, entre ellos El Chimborazo, el volcán más alto del mundo. Al territorio de lo que es hoy Colombia entró por el golfo del Darién, procedente de Cuba y desembarcaron en la desembocadura del río Sinú.
Cinco años permaneció en estos territorios Alexander von Humboldt, investigando nuestra flora, preocupándose por nuestra fauna, estudiando nuestros volcanes, recorriendo nuestros ríos, irando nuestras montañas, descubriendo nuestras bellezas naturales. Estuvo en Turbaco, en Cartagena, en Ibagué, en Buga, en Bogotá, entre otras poblaciones, con Aimé Bonpland, el botánico francés compañero de andanzas a quien, según sus biógrafos, opacó. Aquí conoció a Francisco José de Caldas, a José Celestino Mutis, a Ignacio de Pombo, y a ellos les aportó sus conocimientos para consolidar la Expedición Botánica. En su diario escribió: “En ningún sitio de Suramérica oí cantar las aves tan tiernamente, con gorjeos tan hondos, como en los alrededores de Cartagena”.
Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, la novela de William Ospina sobre la vida de este botánico a quien Napoleón Bonaparte iraba, narra en oraciones perfectas, en un estilo conciso, lo que significó para el mundo de la ciencia Alexander von Humboldt, cuál fue su aporte al descubrimiento de nuestra flora y cómo contribuyó a aclarar información astronómica. Sobre esta obra se puede repetir lo que el mismo William Ospina escribió en las páginas finales sobre el libro La Humboldtiana Neogranadina, de Alberto Gómez Gutiérrez: “Cada página de esta obra irable es conmovedora por la devoción con que fue hecha, por el sentido de responsabilidad y rigor que la anima, por la pasión que respira y por la belleza con que ha sido concebida”.
JOSÉ MIGUEL ALZATE