Las ideologías tienen de bueno, si es que algo de bueno tienen, que le dan consistencia y coherencia a la gente, aunque la coherencia sea una de las formas más tristes y prestigiosas de la idiotez. Son como una tabla de salvación y un asidero: una manera de estar en el mundo que por lo general lo despoja de sus mejores preguntas y sus matices y les da a los que las profesan un recetario inamovible y cerrero, una respuesta para todo.
Eso es lo que tienen de malo las ideologías: el dogmatismo casi religioso –a veces por completo religioso, aun en quienes se creen muy seculares–, el enceguecimiento, la alienación, la necesidad desesperada de acomodarlo todo y meterlo a la fuerza en las premisas intelectuales y morales de esa concepción del mundo que se vuelve más bien una cárcel y un corsé, una anteojera de caballo que solo permite ver una parte de la realidad.
Cuando se acabó la ‘guerra fría’ muchos creyeron que ese era también el fin de las ideologías y de un mundo bipolar y binario en el que había que tomar partido y plegarse a rajatabla, como un acto de fe, a lo que imponían las respectivas narrativas de los dos poderes dominantes y hegemónicos, los Estados Unidos y la Unión Soviética. El mundo libre contra el imperio del mal, según unos, el paraíso socialista contra el voraz infierno del capitalismo, según otros.
También se dijo entonces, por esa misma razón, que la historia se había acabado: el debate entre Moscú y Washington ya no tenía sentido. Pero la historia nunca se acaba; la naturaleza humana siempre vuelve a su cauce, como dijo Horacio: ni amarrándola se queda allí. Basta pensar en estos tres últimos años, sacudidos por una peste medieval y una guerra mundial en ciernes. ¡Cómo nos reíamos de los que las vaticinaban y prometían! Hoy apenas lloramos.
Hay que ver la otra cara de las cosas, dicen, estamos enceguecidos por la propaganda occidental.
Pero a estas alturas de la vida sí aterran y repugnan las maromas retóricas de los que están del lado de Putin y lo justifican con el pretexto de explicarlo porque, dicen, y lo dicen como si fuera una revelación escandalosa y brillante, del otro lado no hay menos hipocresía ni menos maldad ni menos cinismo ni menos corrupción ni menos tiranía. Hay que ver la otra cara de las cosas, dicen, estamos enceguecidos por la propaganda occidental.
Como si fuera muy difícil (no lo es) reconocer la doble moral y la perversidad de las potencias occidentales, empezando por los Estados Unidos y por Alemania, que lleva años haciéndole el juego a Rusia sin ningún pudor. Unas potencias decadentes y abyectas, además, por eso Putin les ha ganado los pulsos que ha querido donde ha querido, ojalá no esta vez. Eso por no hablar de las sociedades occidentales y su sensibilidad selectiva, Ucrania sí pero Siria no.
Ahora: reconocer eso no puede significar la atenuación ni la apología ni la justificación de las agresiones de un régimen represivo y autoritario, plutocrático, fascista en la peor dimensión del concepto, un régimen al lado del cual se están alineando, digan lo que digan, incluso cuando no dicen nada, solo quienes defienden su misma concepción del mundo y su misma ideología: la ideología del poder que al final es la única que tienen y de verdad les importa.
En el caso de Putin hay un elemento histórico que es obvio y que tiene que ver con lo que Arnold Toynbee llamó, en un ensayo esclarecedor, “la herencia bizantina de Rusia”: la necesidad, la obligación casi de garantizar la supervivencia de ese país y su poder avasallante enfrentándose siempre a Occidente; contraponiéndosele. Es el zarismo como una forma de gobierno que trasciende toda época y toda doctrina.
Hoy eso implica, ni más ni menos, negar la existencia de Ucrania como nación. ¿De qué lado estamos? El de Putin (y Trump, y Maduro, y Bolsonaro) ya sabemos cuál es.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN