Uno de los episodios más célebres de la muy célebre biografía de Winston Churchill ocurrió el 3 de enero de 1911, cuando él era ministro del Interior del gobierno liberal de Herbert H. Asquith. Ese día, camino a su oficina, el gran político y periodista inglés, heredero de una de las mayores estirpes de su país, fumador y borracho empedernido, se encontró por azar en medio de una asonada en la calle Sidney, en el este de Londres.
Churchill se asomó por la ventana de su carro y oyó los gritos de la gente, las balas que zumbaban. Como si fuera una novela de Conan Doyle, le dijo a su chofer que se parqueara mientras él, con absoluta calma, fumando pipa, se bajaba a ver qué estaba pasando, aunque ya lo sospechaba: desde hacía meses esa zona se había vuelto un bastión de los anarquistas, en guerra sin cuartel contra la policía londinense, que allí los tenía sitiados.
Era un caso muy sonado en el país, la prensa llevaba meses comentándolo. Pero también era un caso menor de policía y orden público: un incidente más en esa ciudad que era la capital del mundo, no como para que un ministro del gobierno, quizás el ministro más famoso de todos, pues su relato de cómo se les había escapado a los bóers hacía un par de años en la guerra lo había vuelto una estrella nacional, estuviera allí.
Lo cierto es que Churchill acabó comandando la operación de la policía contra los anarquistas de la calle Sidney; hay una foto suya de esa tarde al lado de unos oficiales que lo miran estupefactos, como sin saber muy bien qué hacer. Al otro día en el Parlamento un miembro de la oposición mostró indignado esa foto y dijo: “Yo sé qué hacían allí el fotógrafo y los oficiales, lo que no entiendo es qué hacía allí el ministro...”.
El poder es ante todo eso, los rituales y misterios que lo legitiman; el orden jerárquico que le da sentido y validez.
En sus memorias dice Churchill que no solo le divirtió mucho ese comentario sino que en el fondo estaba de acuerdo con él: hay cosas que un ministro, por más que quiera, no debe ni puede hacer. El poder es ante todo eso, los rituales y misterios que lo legitiman; el orden jerárquico que le da sentido y validez. Y aunque parezca que la cercanía con la gente engrandece al poderoso, lo humaniza, a veces es al revés, le hace ver su vanidad, su pequeñez.
Incluso si se trata del afán sincero y noble, no demagógico, por dialogar con el pueblo y darles a sus reclamos la importancia que tienen, ni más faltaba, incluso así hay que saber dosificar muy bien el o directo entre gobernantes y gobernados, justo para no devaluarlo ni someterlo a la banalidad y el ridículo, lo cual debe de ser cada vez más difícil, supongo, en esta democracia jacobina de las redes sociales.
Porque es cierto que los poderosos tienen la obligación, cada vez más, de responder y dar la cara; eso sin duda, y no sería así si no fuera por las redes sociales. Pero el precio, no sé si demasiado alto, de semejante conquista y beneficio, a veces es la pérdida absoluta e irreversible de la dignidad y el decoro de quienes se dedican a la política, entregados muchos de ellos a la coquetería y el compadrismo más vulgares y ociosos.
Umberto Eco decía que el misterio del poder radica en su condición distante y hierática, la idea de que quienes lo ejercen saben cosas que los demás no y por eso no se prodigan ni se regalan. Algo muy difícil, quizás, sobre todo en las democracias, pero sí es válido preguntarse a qué hora gobiernan los que en vez de estar haciéndolo, con todo su talento y toda su energía, se la pasan en Twitter polemizando con cuanto vecino les sale al paso por allí.
Es un equilibrio imposible, lo sé, entre la arrogancia y el ensimismamiento y la demagogia y la banalización del poder. Pero un criterio tiene que haber.
Para no decir: “Yo sé qué hace allí el tuitero, no entiendo qué hace allí el ministro”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN