El tiempo es una de las grandes invenciones, si no la más grande, de la humanidad, tanto que al final parece casi al revés, como si fuera el tiempo el que se hubiera inventado a nuestra especie porque sin duda la define y configura, le da forma y sentido, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos, como también los sueños, decía Shakespeare, nos habita, su reloj es implacable, “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar…”.
En alguna parte de sus Confesiones dice San Agustín que si nadie se lo pregunta, sabe qué es el tiempo; si lo tiene que explicar, no tiene la menor idea. Hay quienes dicen que el tiempo es una ficción: una percepción más allá de la realidad objetiva del mundo, como también lo demostró Marcel Proust en su novela prodigiosa, en la que el ritmo de las horas –el río– cambia según los caprichos y matices de ese estilo hipnótico y sin igual.
La Tierra gira sobre su propio eje alrededor del Sol: todo el universo, en realidad, es un complejo y minucioso artificio de relojería, una sinfonía en la que no hay una sola nota discordante, la música de las esferas. Hay allí un ritmo que se cuenta y se mide, quizás el primer momento de la consciencia humana fuera ese: la recurrencia de los días y las noches, el patrón de un movimiento circular, la certeza de lo que habrá de volver aunque distinto.
Porque mientras el tiempo ocurre y fluye, en verdad se va fugando, como cantaba Virgilio: “Huye de pronto el tiempo, huye el tiempo irreparable…”. Su acción es corrosiva porque el mundo entero se va haciendo cada vez más viejo; basta verse al espejo: somos los mismos (un argumento contundente y reparador para quienes creemos en el alma, a pesar de todo) y sin embargo no: cada segundo está inscrito en lo que somos y dejamos de ser sin remedio.
Este de Qatar no lo seguí tanto, al principio, porque le tengo mucha prevención a la sede y también al hecho horrible de que fuera en noviembre y no en junio.
Por eso resulta tan apasionante la cronología como una de las ciencias auxiliares de la historia: la forma de contar el tiempo y narrarlo; descifrar en él un orden y un ritmo y un sentido que no siempre es el mismo de la geología o la arqueología. Los griegos, por ejemplo, establecieron el método de las olimpiadas para ubicarse en el tiempo; no era el único que tenían pero sí el más eficaz para relacionar todos sus eventos, públicos y privados, cada cuatro años.
Ayer descubrí que a mí me pasa eso con el Mundial; a mí y a todo el mundo, supongo. Este de Qatar no lo seguí tanto, al principio, porque le tengo mucha prevención a la sede y también al hecho horrible de que fuera en noviembre y no en junio, como siempre. Pero de reojo me fui asomado a varios partidos y ya caí de lleno, además porque el nivel técnico y táctico ha sido excepcional, como pocas veces se había visto un fútbol así de intenso y bien jugado.
Pero lo que me impresionó hace un par de semanas, por primera vez en la vida, es que en un partido dijeron la edad del árbitro y resultó que tenía un año menos que yo, 42 años. “¿Cómo?”, pensé aterrado. “¿Cómo puedo ser mayor que un árbitro del Mundial?”. ¡Si siempre tuve la edad de los jugadores y los árbitros eran unos ancianos! Es más: en México 86, Italia 90 y USA 94 ni siquiera jugué el Mundial porque no tenía la edad.
Ya luego sí, desde Francia 98, pero siempre con la idea invariable de que uno no iba a tener jamás la edad de los árbitros, esos señorones ahí de otros tiempos. Pues esos tiempos han llegado para mí: Qatar 2022 es el primer Mundial de la historia en el que ya no tengo la edad de los jugadores sino la del árbitro, el juez, el ‘profe’, como le decimos en Colombia. Ya no me comparo con Cristiano (ni siquiera con Pepe) sino con Nicolás Tarán, hágame el favor.
El golpe ha sido duro, lo confieso. Aunque un amigo muy viejo (más) me consoló: preocúpese cuando llegue a la edad del Papa.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN